Tribuna:

Hare Cocina

En la calle del Espíritu Santo, en el corazón del barrio de Malasaña, hermano mayor de la mano del barrio de Chueca, hay un pequeño local donde se reúnen los del Hare Krishna. A partir de las tres y media de la tarde se convierte en un inesperado restaurante, en un autoservicio poco habitual donde los del Hare dan de comer por trescientas pesetas. Hace algunos años, en la plaza de España, al salir de los cines de Princesa o la Gran Vía, siempre los oíamos acercarse de lejos y luego los veíamos bailar y tocar esos minúsculos platillos dorados que suenan a campanillas. Bailaban con mucha entrega...

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En la calle del Espíritu Santo, en el corazón del barrio de Malasaña, hermano mayor de la mano del barrio de Chueca, hay un pequeño local donde se reúnen los del Hare Krishna. A partir de las tres y media de la tarde se convierte en un inesperado restaurante, en un autoservicio poco habitual donde los del Hare dan de comer por trescientas pesetas. Hace algunos años, en la plaza de España, al salir de los cines de Princesa o la Gran Vía, siempre los oíamos acercarse de lejos y luego los veíamos bailar y tocar esos minúsculos platillos dorados que suenan a campanillas. Bailaban con mucha entrega, aunque su recogimiento no fuera ése silencioso al que estábamos acostumbrados por la religión que se nos imponía, sino uno de alegría festiva y bulliciosa. Ellos iban cubiertos con sus mantos naranja, llevaban la cabeza rapada, lucían en la nariz y en la frente pequeños signos inscritos; y ellas, las del Hare, parecían mujeres hindúes sacadas de un documental, se dejaban crecer largas melenas que sujetaban en la nuca y algunas cargaban a un costado, botando sobre sus danzarinas caderas, unos niños rollizos y de cráneo brillante.Al principio, su aparición causó en Madrid bastante asombro. Este país no estaba acostumbrado a la multiplicidad, y un tipo vestido de monje naranja que iba dando saltitos resultaba, cuando menos, sospechoso. Empezamos a saber que muchos vivían en una granja en Brihuega (Guadalajara), donde, tras un asustado rechazo inicial de los vecinos, fueron logrando construir una comunidad integrada con el pueblo. Los del Hare venían los fines de semana y, cuando salíamos del cine, nos ofrecían dulces que ellos mismos habían elaborado con los productos naturales de su granja. Mucha gente recelaba, como si aquellas porciones de dulzor escondieran la pócima o el veneno que pudiera trastornarles la mente, arrastrarlos tras aquellos extravagantes como la música de flauta a las ratas de Hammelin hasta verse atrapados irremisiblemente en aquello que se nos presentaba como una peligrosa secta. No tengo ni idea de cuáles puedan ser los métodos de captación de fieles que utilizan (si es que los utilizan) los del Hare, pero sí puedo asegurar que me sorprendió entonces que sus dulces fueran gratuitos no sólo en pesetas, sino también en palabras, lo que, tratándose de la transmisión de una fe, era bastante de agradecer en una época en la que estábamos tan acostumbrados a que los de la religión que conocíamos nos metieran permanentemente el rollo, nos acosaran a sermones, nos dieran la paliza. Los del Hare llegaban tan contentos con sus pareos de colores, y no sólo no te daban la plasta, sino que te invitaban a pastelillos, acompañados de música y sonrisas, y se alejaban brincando como exóticas aves. Debo reconocer que, si no suscribiera desde siempre el escepticismo del Groucho Marx que afirmaba "si uno no cree en su propia religión, cómo va a creer en otra", daban ganas de unirse a aquella feliz pandilla, Gran Vía arriba, Gran Vía abajo, y luego, al campo. Pero no tiene vuelta de hoja: cuando no se puede creer, no se puede creer.

El caso es que la misma vida te conduce por sendas antes no conocidas, que los caminos de cualquier Señor son inescrutables, y ahora, de vez en cuando, quedamos a comer en el Hare. Si llegas a la calle del Espíritu Santo un poco antes de las tres y media vuelves a oír desde fuera aquellos cánticos que celebran a esa múltiple divinidad hindú que puede vivir en el corazón de Malasaña. Luego entras (al lado de la puerta, un cartel te recuerda que estás en un lugar sagrado), te quitas los zapatos, sacas un tique y los Hare te dan de comer por trescientas pesetas. Una bandeja metálica como las del colegio, de esas que tienen un hueco para cada plato, postre y vaso, y, por ejemplo, lentejas guisadas, arroz blanco, ensalada, pastel de pasas, pan negro y té. Te sientas sobre unos cojines en el suelo, con los amigos, y lo importante es que a tu alrededor se demuestra cuánto han cambiado las cosas en Madrid, lo asustadiza que era antes la ciudad, cuando creía en tantos peligros, y lo muy relajada que se ha vuelto. Porque en el Hare comen místicos y modernos, estudiantes y ejecutivos, vecinos, opositores. Nadie recela y todos respetan: si te sientes tocado por el dedo luminoso de la fe, bien, y si no, a disfrutar de las campanillas de fondo y del dulce de pasas.

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