Tribuna:

Refugiados

LUIS GARCÍA MONTERO La memoria mueve su linterna por los sótanos del tiempo con una extremada parcialidad. Elige una esquina, un pliegue, una puerta que se abre en el sentido de sus intereses y deja en sombra todo lo demás, abandonando los argumentos del pasado a la voluntad desfiguradora del oportunismo. La memoria se parece en esto a la actualidad, a las noticias que saltan todos los días para sentarse en la mesa de nuestro comedor, después de conformar esa materia elástica que llamamos presente. La parcialidad de la conciencia juega con el vértigo de las luces y las sombras, en un impulso ...

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LUIS GARCÍA MONTERO La memoria mueve su linterna por los sótanos del tiempo con una extremada parcialidad. Elige una esquina, un pliegue, una puerta que se abre en el sentido de sus intereses y deja en sombra todo lo demás, abandonando los argumentos del pasado a la voluntad desfiguradora del oportunismo. La memoria se parece en esto a la actualidad, a las noticias que saltan todos los días para sentarse en la mesa de nuestro comedor, después de conformar esa materia elástica que llamamos presente. La parcialidad de la conciencia juega con el vértigo de las luces y las sombras, en un impulso que vive fuera de nosotros mismos, tal vez en los sentimientos que resbalan por las pantallas antojadizas de los televisores. Marruecos organizó en 1975 el espectáculo de la Marcha Verde, España abandonó sus responsabilidades históricas en el Sáhara y un pueblo entero quedó al arbitrio de las ambiciones bélicas de un tirano. Miles de saharauis tuvieron que huir a los campos de refugiados del desierto argelino, y allí siguen, en unas condiciones de vida extremas, empeñados en conservar su memoria y en mantener una esperanza compatible con la dignidad. Aunque la ONU reconoció en 1960 el derecho del pueblo saharaui a la autodeterminación, aunque en 1990 aprobó un plan de paz basado en un referéndum libre, la corona marroquí ha impedido cualquier salida democrática. Los países occidentales no han buscado ninguna solución diplomática para una catástrofe que conmueve poco sus conciencias y la OTAN no consideró oportuno intervenir, poner en marcha su modernísima y vieja voluntad bélica por razones humanitarias. De esto me alegro, sólo faltaba que se bombardease al pueblo marroquí por culpa de la barbarie de su tirano. El caso es que se van a cumplir 25 años de aquella tragedia y muchos niños han crecido sin conocer otra realidad que el desierto, la miseria y el olvido oficial, que es siempre, como sus recuerdos, interesado e hipócrita. Contra el olvido, contra la parcialidad de la diplomacia y los ejércitos, trabaja la Coordinadora Andaluza de Asociaciones Solidarias con el Sáhara. Un año más ha organizado su campaña Vacaciones en Paz, para que las familias de Andalucía acojan este verano a unos niños que no saben lo que es un grifo, un parque de diversiones o una escalera. Bajan del avión como si estuviesen atravesando un complicadísimo infierno de peldaños y ponen ojos de horror y súplica la primera vez que se les cae un vaso de agua. Confieso que estas campañas de acogida infantil me incomodaban, porque resulta cruel enseñarle a un niño el lujo para condenarlo después al desierto. Pero los responsables de la asociación granadina me han convencido de que se genera más esperanza que infelicidad. Aquí aprenden no sólo la utilidad de un reconocimiento médico, sino también el significado de palabras como futuro y solidaridad. Los médicos que visitan los campos de refugiados en Tinduf afirman que suelen distinguir a los niños que pasaron un mes de vacaciones en Andalucía. Son más altos y están más sanos, y esto no se debe a nuestra gracia telúrica, sino a los efectos corporales de una alimentación digna.

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