Tribuna:

Los pies en el cemento

MATÍAS MUGICA "La familia es de cemento", gusta de decir mi tía, mujer de valores tradicionales y sólidas certezas. Querrá significar, supongo, que resiste lo que le echen, y que cuando todo se hunde queda ella, célula primera de todo el cotarro, búnquer primigenio, indiferente como un canto al embate de los vientos exteriores. La familia Portland. Y es que el cemento es un material casi indestructible, característica que con verdad o sin ella se quiere atribuir también a la encomiada institución. Vean, si no, las obras de romanos, conservadas como quien dice en formol por su prodigioso morte...

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MATÍAS MUGICA "La familia es de cemento", gusta de decir mi tía, mujer de valores tradicionales y sólidas certezas. Querrá significar, supongo, que resiste lo que le echen, y que cuando todo se hunde queda ella, célula primera de todo el cotarro, búnquer primigenio, indiferente como un canto al embate de los vientos exteriores. La familia Portland. Y es que el cemento es un material casi indestructible, característica que con verdad o sin ella se quiere atribuir también a la encomiada institución. Vean, si no, las obras de romanos, conservadas como quien dice en formol por su prodigioso mortero. Hablando de piedrolos, lo cierto es que no faltarían, además del cemento, otros materiales de apropiada colación para el encarecimiento de la solidez y la durabilidad: la piedra misma, por ejemplo. Pero la comparación perdería esa referencia a lo constructivo y lo social, tan del caso. Pero donde quizás más rotundamente acierta la imagen es en captar el carácter aglutinante de la institución: el cemento suele aglutinar en sí cantidad de piedrecitas, guijarros y cascotillos, a los que trae al orden y les impide irse por ahí a pasear según tienden. Gracias a su acción, todo un mundo de desparrame, dispersión y francachela acaba preso y aunado para siempre en un abrazo mortal. En eso también con frecuencia la familia es de cemento, sí señor, qué alcance el de esta imagen. Parece tópica, pero a poco que se rasca le salen nuevos brillos, inesperados matices, certeras sugerencias. Y es que toda imagen verdaderamente feliz lleva siempre en sí más de lo que parece, y una vez echada a rodar sigue por su cuenta despertando en la bola del que la rumia todo tipo de insospechadas, y no pocas veces indeseadas, conexiones. A mí, por ejemplo, esta historia del cemento, que pertenece al arsenal de mis tópicos familiares, me trae a la mente ideas bien alejadas, creo, de la intención original. No puedo evitar pensar, por ejemplo, en un uso insólito, que, de creer a las novelas de género, hacen los sindicatos del crimen para darle pasaporte a alguien: preparan una masa espesita en una palangana de un par de palmos, y, usando de cierto grado de violencia, le meten los pies ahí a un tipo que se lo merece. Cuando fragua se lleva todo a un río y se tira. El fulano, impedido por su póstumo pedestal, se hunde para siempre en las negras aguas de la aniquilación. Por fascista y por cabrón. O por lo que sea. La familia, desde luego, es de cemento, se mire por donde se mire. Pero como esto es la edición vasca de EL PAÍS, ahora toca buscarles a todas estas naderías que me traigo una conexión local, so pena de que el tema quede inconvenientemente universal, pecado que últimamente no está de moda. Me ajusto pues la boina y doy el salto, peliagudo salto, de lo general a lo particular: hablando de cementos, siempre me ha asombrado el surtido de cementos y morteros que le rondan los pies al infeliz vasquito que viene al mundo, todos, además, de una adherencia y de un fraguar tan recio al paso de los años, y tan contumazmente dedicados a husmearnos los pinreles, que no sé cómo sobrevivimos. Tenemos por un lado, claro está, los baños de pies habituales de todo el mundo en todas partes, lo clásico, diríamos: la familia, el municipio, el sindicato etc. Cosa banal. Pero es que nosotros además traemos nuestra colección particular: por ejemplo, la cuadrilla, prodigiosa creación del gregarismo vasco, horrendo Saturno que se come a sus hijos, clave de tanto problemas aparentemente incomprensibles; tenemos también, cómo no, la Patria, la vieja memez, universal, es cierto, pero que aquí gasta laureles verdes, incluso cada vez más verdes; tenemos en fin una larguísima lista de lealtades eternas a diversas ñoñerías y pamemas, y a diversos tótemes de varia talla y forma, con el rasgo común de secar el seso, dejar el alma lela y hacer del creyente un pobre hombre. Y muchas veces, además, un pobre hombre peligroso y agresivo. Pobres vascos. Pobres cantos nacidos tal vez para rodar y sin embargo presos desde el nacimiento en este mar de engrudos. ¿Será de ahí que nos viene esa cara característica, lo que los andaluces llaman una cara apretá, tan nuestra? No es de extrañar, con lo que nos duelen los pies.

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