Tribuna:

Viajar abruma

J. M. CABALLERO BONALD He llegado a una conclusión extravagante: el que viaja mucho -no importa si por obligación o por placer- acaba pareciéndose a un fugitivo de la justicia. Es algo que he venido constatando cada vez con mayor intranquilidad, sobre todo porque, en contra de mis hábitos más dominantes, anduve últimamente de un lado para otro, cosa que me ha agudizado el sentido de la desproporción entre la butaca donde suelo sentarme en mi casa y el asiento de un avión o un tren. O sea, que viajar ilustra, pero de una manera bastante abrumadora. Cruzaba yo hace poco por la aduana del aerop...

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J. M. CABALLERO BONALD He llegado a una conclusión extravagante: el que viaja mucho -no importa si por obligación o por placer- acaba pareciéndose a un fugitivo de la justicia. Es algo que he venido constatando cada vez con mayor intranquilidad, sobre todo porque, en contra de mis hábitos más dominantes, anduve últimamente de un lado para otro, cosa que me ha agudizado el sentido de la desproporción entre la butaca donde suelo sentarme en mi casa y el asiento de un avión o un tren. O sea, que viajar ilustra, pero de una manera bastante abrumadora. Cruzaba yo hace poco por la aduana del aeropuerto de Roma -ya sólo útil, como tantas otras, para repeler a inmigrantes menesterosos-, cuando tuve la impresión repentina de que alguien me observaba detenidamente por detrás. Me volví y vi a un carabinero que a su vez miraba a un sospechoso, que era yo. Al principio, sentí una fugaz punzada de desconcierto o, mejor, de temor, porque soy de las personas que arrastran desde tiempos de la dictadura una predisposición incurable a confundir un policía con un enemigo. El policía, esta vez, no se me acercó esgrimiendo el despotismo del imbécil uniformado. Se limitó a hacerme un gesto cortés de bienvenida. Qué raro. Pero el otro día, ya de regreso, en la estación sevillana de Santa Justa, experimenté un nuevo sobresalto, debido sin duda a los mismos reflejos condicionados a que me he referido. Cuando subía por la escalera mecánica, con ese gesto de disimulo que se les pone a todos los que suben por escaleras mecánicas, vi a dos guardias emplazados en la puerta de salida examinándome, o eso creí, con manifiesta animadversión. Seguro que había perpetrado algo indebido: una diatriba contra el Gobierno, una crítica virulenta a la milicia o al clero, un desacato a la autoridad, algo así. Pero tampoco era eso: simplemente debieron confundirme con algún personaje, porque uno de los guardias me saludó de un modo incluso adulador. La verdad es que no salía de mi asombro. Todas estas vicisitudes, unidas a otras de semejante cariz, me han sugerido la conveniencia de instalarme en algo parecido a una sala de espera de estación abandonada. Más que de un retraimiento, se trata de una estratagema. Ese peligroso barniz de ilustrado que proporcionan los viajes, o esa subrepticia sensación de perseguido, muy bien pueden remediarse con los antídotos del domicilio habitual de cada uno. De modo que en esas estoy, evitando con toda clase de contraofensivas caer en la tentación de ningún viaje que me exija notorios desplazamientos y, sobre todo, que me expongan a los inconvenientes del presunto culpable. Aunque también se podría aplicar algún correctivo a esas fijaciones. Estoy seguro de que, en llegando al arrabal de la senectud, el ciudadano convertido -de grado o a la fuerza- en viajero, tiende a oponerse a la idea clásica de que el hombre es por naturaleza un nómada, cuando lo sensato es admitir que el sedentarismo viene a ser como la antecámara del nirvana, el estado previo a la beatitud. No es que la situación sea envidiable, dicho sea con todos los respetos, es que el simple hecho de poder eludir a quienes recelan de los inocentes, ya es una recompensa más que satisfactoria. Tanto vale en este caso prevenir que curar.

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