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MIQUEL ALBEROLA Aparte de las conclusiones apocalípticas o eufóricas de algunos forenses que tratan de leer el futuro -el suyo, claro- en la carroña política, la situación provocada en el PSPV con la dimisión de Joan Romero, también admite lecturas intermedias. El eclipse de Romero, además de evitar al ex candidato la derrota en las urnas el día 13 de junio y ser pasado a cuchillo al día siguiente por muchos de los fieles que lo habían aupado y ahora le lloran, ha acortado la mecha a un barril de dinamita que tenía que estallar dentro unos meses. Quizá demasiados, en función del momento elect...

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MIQUEL ALBEROLA Aparte de las conclusiones apocalípticas o eufóricas de algunos forenses que tratan de leer el futuro -el suyo, claro- en la carroña política, la situación provocada en el PSPV con la dimisión de Joan Romero, también admite lecturas intermedias. El eclipse de Romero, además de evitar al ex candidato la derrota en las urnas el día 13 de junio y ser pasado a cuchillo al día siguiente por muchos de los fieles que lo habían aupado y ahora le lloran, ha acortado la mecha a un barril de dinamita que tenía que estallar dentro unos meses. Quizá demasiados, en función del momento electoral propicio a la dirección del PSOE y de los tiempos que marcan los procedimientos habituales para estas situaciones, lo que quizá hubiese eternizado los efectos. El anticipo de la explosión, en el peor de los casos, gana tiempo al calendario para solucionar un conflicto congénito -el interfamiliar- que también se halla en la base de todos los partidos y cofradías que no están cohesionados por el poder, incluso los que ahora se friegan las manos, sostenidos apenas por la moratoria de las elecciones. Las placas que configuran el PSPV -de dos a cinco, según temporada-, todavía no se han reasentado en el escenario que inauguró la llegada del PP a la Generalitat y que era tan oportuno para la renovación. Se aplastan unas a otras, asustan. Le tenían que desollar los dedos de los pies al primero que se pusiera encima, como ya sabían y esperaban quienes fueron víctimas del lermismo. A Romero, que fue la cara amable de Lerma antes de ser el heraldo de la renovación, le tocó protagonizar el peor momento del poslermismo. El eco de su inmolación, sin embargo, fuerza, por elevación, la aceleración del proceso de recomposición de un partido que ha demostrado en situaciones similares una espasmosa capacidad de reubicación de las distintas sensibilidades ante un nuevo liderazgo, al que la amplificación del escándalo ha de convertir, siquiera por unos años, en indiscutible. Romero, que trata de reparar su vida civil y su entusiasmo personal en algún agujero, le ha tributado un último servicio al partido con su retirada: le ha roto la estrategia electoral al PP. Ahora el cargo espera con las mandíbulas abiertas al siguiente.

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