Editorial:

Una guerra no virtual

LA OTAN ha comenzado con contundencia la destrucción de la infraestructura militar de Milosevic para evitar un mayor exterminio en Kosovo. Las armas intentan ahora el compromiso que la diplomacia no ha podido conseguir, lo que ya es en sí mismo el reconocimiento de un fracaso. Los bombardeos de radares serbios, puestos de control, baterías antiaéreas e instalaciones asociadas tienen un radio muy amplio y serán, según el mando estadounidense, tan intensos como sea necesario. Con su primera intervención contra un país soberano y sin la previa aprobación de la ONU -lo que plantea dudas de legitim...

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LA OTAN ha comenzado con contundencia la destrucción de la infraestructura militar de Milosevic para evitar un mayor exterminio en Kosovo. Las armas intentan ahora el compromiso que la diplomacia no ha podido conseguir, lo que ya es en sí mismo el reconocimiento de un fracaso. Los bombardeos de radares serbios, puestos de control, baterías antiaéreas e instalaciones asociadas tienen un radio muy amplio y serán, según el mando estadounidense, tan intensos como sea necesario. Con su primera intervención contra un país soberano y sin la previa aprobación de la ONU -lo que plantea dudas de legitimidad política-, la Alianza Atlántica, a la que España pertenece, ha franqueado un rubicón que va a perfilar su futuro y naturaleza, sus relaciones con Rusia y hasta los límites de lo tolerable para Europa en sus fronteras.Defender un concepto de civilización contra los procedimientos totalitarios exige a todos tomar partido. Tras innumerables advertencias caídas en saco roto, la OTAN se ha visto abocada a intervenir en Serbia. Milosevic ha despreciado cada uno de sus compromisos y se ha empeñado en una política genocida que ha causado más de dos mil muertos en un año, convertido en cenizas centenares de pueblos en Kosovo y lanzado al éxodo a más de un cuarto de millón de personas. Después de la firma por los albanokosovares en París de un acuerdo de paz, aceptando para su región la devolución de la autonomía que Milosevic les arrebató, y de la forzada retirada de los observadores de la OSCE, Europa y EEUU habrían olvidado sus convicciones si hubieran dejado a los albaneses a merced de los tanques serbios. A Milosevic le faltó tiempo para lanzar a su Ejército de nuevo sobre Kosovo en el mismo momento en que los verificadores internacionales abandonaban la provincia sureña. Ahora intenta apagar la realidad expulsando a muchos periodistas. Continúan los ataques de la OTAN y comienzan a aparecer las listas de las primeras víctimas civiles y militares en el campo serbio. Los refugiados albaneses llegan por miles a las puertas de las vecinas Macedonia, Rumania o la misma Italia. La televisión trivializa per se la imagen de la guerra, pero la que está en marcha desde el miércoles, por limitada que resulte, es cualquier cosa menos virtual. Serbia tiene un Ejército entrenado y material relativamente moderno. Cabe, por tanto, esperar víctimas también del lado occidental. No es descartable, en última instancia, un apoyo armamentista ruso, pese al embargo de la ONU vigente contra Belgrado. Moscú, que comparte con Serbia una tradicional alianza, ha puesto muy alto el altavoz de la protesta. Pero el perfil real de su reacción está por ahora a la altura de su situación interna y del evidente cansancio provocado en el Kremlin por la actitud de Milosevic. Yeltsin ha congelado las relaciones con la OTAN, pero ha descartado cualquier iniciativa militar arguyendo la superioridad moral rusa sobre EE UU. Moscú puede estar tentado de reponer los misiles y los Mig que pierda Milosevic, pero al precio de violar resoluciones de las Naciones Unidas. Y haberse saltado a la ONU es el argumento básico de Moscú contra la acción armada occidental. Churchill aseguraba que los Balcanes producen más historia de la que pueden consumir. En Sarajevo surgió la chispa de la Primera Guerra Mundial y el siglo se cierra con una guerra en torno a Belgrado. Estados Unidos y Europa -con obvio acuerdo de los Gobiernos, pero con un apoyo menos unánime de algunos Parlamentos y la ausencia de debate en otros, como el español- se han embarcado en un rumbo complicado, quizá inevitable, pero sobre cuyo desenlace no hay cartas de navegación.

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El precio que los aliados deben pagar por haber dejado pudrirse durante una década una situación explosiva es que las puertas de salida son ahora pocas y angostas. La presunción más razonable es que la fractura de su Ejército fuerce a Milosevic a repensar su estrategia de tierra quemada en Kosovo. Pero el uso exclusivo de la aviación rara vez sentencia una confrontación. La OTAN, por tanto, ha de considerar el peor escenario, el que exigiría recurrir al despliegue de tropas en suelo serbio, lo que alteraría sustancialmente las implicaciones políticas y los riesgos actuales. El ataque no tiene ahora marcha atrás. Las palabras, por sí mismas, no pueden hacer la paz cuando un dictador con un Ejército no la quiere. Está en juego el modelo de convivencia que Europa pretende en el siglo XXI.

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El uso del poder de la OTAN no puede, sin embargo, ser desmedido. Los bombardeos deben conseguir doblegar a Milosevic, un hombre que necesita extender la guerra para sobrevivir. Pero deben ser lo suficientemente controlados como para no romper la unidad de una Alianza en la que coexisten sensibilidades diferentes. Y cesar tan pronto como se vislumbre que sirven para reinstalar en Kosovo una vida digna y en libertad.

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