Tribuna:

Vecinos

Son extraños que habitan nuestra casa, gente que no tiene nada que ver con nosotros, pero forma parte de nuestra vida: son los vecinos. A veces, sabemos muy poco de esas mujeres y esos hombres que suben y bajan por la escalera, se asoman al balcón de al lado o aparcan en la plaza de garaje contigua; y, sin embargo, compartimos con ellos todo lo que es importante: el agua, la calefacción, la luz. O, incluso, nuestros secretos, ese lado-B de la existencia que sucede intramuros, al margen de los otros, pero que muchas veces se filtra por los techos y las paredes: de pronto, estás en tu casa delan...

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Son extraños que habitan nuestra casa, gente que no tiene nada que ver con nosotros, pero forma parte de nuestra vida: son los vecinos. A veces, sabemos muy poco de esas mujeres y esos hombres que suben y bajan por la escalera, se asoman al balcón de al lado o aparcan en la plaza de garaje contigua; y, sin embargo, compartimos con ellos todo lo que es importante: el agua, la calefacción, la luz. O, incluso, nuestros secretos, ese lado-B de la existencia que sucede intramuros, al margen de los otros, pero que muchas veces se filtra por los techos y las paredes: de pronto, estás en tu casa delante del televisor o leyendo un libro, a solas, cuando los inquilinos de otro piso meten en tu cocina un grito -de dolor, de ira, de placer- o el aroma de un estofado, y tú te sientes perplejo ante la intensidad con que noche a noche vas conociendo a esos seres de los que no conoces casi nada, excepto dónde están, en qué trabajan, cómo se llaman: José Luis, Inés, Carmen, Begoña. "¿Qué hay dentro de los nombres?" -escribió James Joyce-. Eso es lo que nos preguntamos cuando de niños alguien pronuncia uno y nos dice que es el nuestro".Uno saca conclusiones raras sobre sus vecinos, porque sabe menos de lo que deduce o inventa. Y, por lo tanto, a menudo se equivoca. Mi mujer y yo estábamos asombrados por las discusiones terribles que mantenían, cada noche de los días laborables y cada mañana de los festivos, el padre y los dos hijos de una vivienda colindante: "¿Estás loco? ¿Por qué has hecho eso?", decían. O: "¡Cógelo tú! ¡Maldita sea, no me pidas ayuda y cógelo tú!". O: "¡Te voy a machacar! ¡Como vuelvas a hacerme eso te voy a machacar!".

Después, cuando estaban en público, su relación parecía justo la contraria: amabilidades y deferencias por todos sitios, gestos de complicidad y palabras cariñosas: la perfecta familia unida y feliz. Nosotros nos quedábamos de piedra ante esta doble verdad y en alguna ocasión comentamos lo distintos que somos todos dependiendo de si estamos solos o acompañados, dentro o fuera, ocultos o a la vista.

Mientras decíamos eso, se escuchaban otra vez las voces: "¡Suéltame! ¡Suéltame o te estampo contra el suelo!". A1 final, pudimos deducir lo que ocurría: el padre y los dos hijos no estaban peleándose, sino jugando, puede que demasiado impetuosamente, con un ordenador o quizá una consola: "¿Qué haces? ¡No! ¡Déjame déjame! ¡Te vas a enterar!".

En otra zona de nuestro domicilio escuchábamos a alguien tocar una guitarra, hacer escalas e intentar ritmos con una perseverancia tan extraordinaria que, al principio, creímos que, de seguir así, terminaría por convertirse en una o un gran concertista. El apartamento estaba habitado por una familia numerosa, el matrimonio y creo que cuatro o cinco hijos, de manera que no podíamos adivinar cuál era el que se dedicaba al solfeo, los trastes y los pentagramas con tanto ahínco. De hecho, parecía que con demasiado, porque poco a poco descubrimos que practicaba horas y horas, de un modo incansable. A veces, yo iba al cuarto desde donde mejor se le oía para ver si aún estaba tocando, y en la mayor parte de los casos allí lo tenía, rehaciendo una y mil veces acordes. Como, después de dos años, hemos llegado a la conclusión de que tanto ensayo es imposible y además los sonidos que se filtran por el muro son siempre idénticos, creemos que de lo que se trata no es de un melómano, sino de un antirrobo: no hay nadie tocando realmente, pero parece que sí.

Y luego están esos otros vecinos desalmados a los que parece que, por fin, una ley sensata les va a cortar las alas: los que no pagan la comunidad, los que dejan cinco horas seguidas la basura en su puerta y convierten el rellano en un estercolero, los que ponen un disco a un volumen intolerable, los que llevan sueltos a sus estúpidos perritos. Dicen que todos esos individuos egoístas e insociables que agreden o molestan a los demás van a tenerlo a partir de ahora más difícil. ¿Será cierto? No estoy seguro, porque para vivir en comunidad hacen falta normas, pero sobre todo la buena educación y el respeto por los demás al que esos tipos insolidarios suelen ser alérgicos. Qué gente tan indescifrable los vecinos.

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