Tribuna:

Medias de cristal

Dice Álvarez del Manzano que no le preocupa que Villoria venda caramelos. A mí tampoco, pero hay que avisar a los niños que no se acerquen a él. Uno creía que el hombre de los caramelos era un invento y resulta que no, que era el concejal de Obras del Ayuntamiento de Madrid, quien, interrogado sobre el particular, aseguró que no había declarado su negocio porque era "como tener una mercería en Vallecas". ¿Y qué tiene de malo Vallecas? ¿Por qué ese desprecio hacia las mercerías?Las mercerías, en vías de extinción, venían a ser como una reproducción del útero materno. No se sabe de nadie que hay...

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Dice Álvarez del Manzano que no le preocupa que Villoria venda caramelos. A mí tampoco, pero hay que avisar a los niños que no se acerquen a él. Uno creía que el hombre de los caramelos era un invento y resulta que no, que era el concejal de Obras del Ayuntamiento de Madrid, quien, interrogado sobre el particular, aseguró que no había declarado su negocio porque era "como tener una mercería en Vallecas". ¿Y qué tiene de malo Vallecas? ¿Por qué ese desprecio hacia las mercerías?Las mercerías, en vías de extinción, venían a ser como una reproducción del útero materno. No se sabe de nadie que haya tenido una desgracia dentro de un establecimiento de ese tipo, porque estaban llenas del material amniótico de los encajes, las puntillas, las cintas de colores y los ovillos de lana. Se flotaba allí como en el interior de una nave espacial, rebotando suavemente en las paredes acolchadas, yendo con la mirada de las cajas de sujetadores a las piernas de la señorita que cogía los puntos a las medias.

En invierno, cuando salía del colegio Claret, que estaba lleno de villorias con sotana, ya era de noche y los dedos se nos hacían huéspedes en el interior de los guantes de lana agujereados. Entonces bajaba yo con el corazón en la garganta por Anastasio Aroca hasta la esquina de la calle Constancia, donde había una mercería diminuta como el útero de una ardilla. Del escaparate salía un halo amarillento cuya cercanía le calentaba a uno la sangre.

La tienda parecía, por su dimensiones, de juguete, y en el interior había siempre dos o tres mujeres que semejaban reproducciones de seres humanos dentro de una maqueta de cartón. Cerca del escaparate, estaba la señorita que cogía los puntos a las medias. Trabajaba sobre un especie de vaso metálico en el que estiraba el tejido dañado, que de ese modo parecía una membrana orgánica. Lo que me ponía los pelos de punta era observar la precisión con la que esta mujer, que solía vestir una falda de tubo, manipulaba una suerte de aguja eléctrica, muy larga, con la que al tiempo de reparar la herida de las medias me abría a mí una llaga en el pecho.

Precisamente, por aquellos días mi padre trabajaba en la confección de un bisturí eléctrico cuya ventaja, respecto al tradicional, era que cauterizaba la herida en el instante mismo de producirla. Ensayaba su invento sobre filetes que después nos comíamos con asco. Yo le veía abrir a él la carne en su taller y a la señorita cerrar las llagas en la mercería y no sabía cuál de los dos artefactos era más útil para la humanidad hasta que un día mi padre se volvió y me dijo aquella frase fatal, que me ha perseguido siempre:

-Mira, cauteriza al mismo tiempo que abre. Si oyes una cosa así en la infancia, ya sólo te enamoras de personas que te abren cauterizándote. Lo malo es que hay muy pocas.

La señorita que cogía los puntos a las medias, se volvía a veces desde su halo amarillo hacia el escaparate y me abría en canal con una sonrisa, o con un guiño de los ojos, mientras cauterizaba la herida orgánica de la media de cristal, que quizá era suya, pensaba yo loco de amor. A veces, iba a recoger las medias ya cicatrizadas de mi madre y ella las introducía en un sobre de papel que a mí me avergonzaba tocar. La señorita se daba cuenta y para aliviar la tensión me deslizaba diez céntimos.

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De vuelta a casa, después de haber manoseado bien la moneda para quedarme con su sustancia entre los dedos, solía pararme en una pipera que había en López de Hoyos esquina a Marcenado y me compraba un Saci, un caramelo de menta con mucho prestigio en aquella época. La pipera era una bruja, eso decía todo el mundo, porque no dejaba que le viéramos la cara. Llevaba siempre una especie de velo negro que le cubría la cabeza y se comunicaba con los clientes a través de una abertura practicada en el centro. Algunos compañeros aseguraban que se ocultaba de ese modo porque en realidad se trataba de un hombre: el famoso hombre de los caramelos. De hecho, muchas veces no me quería cobrar el Saci y luego yo no sabía si tomármelo o no. Afortunadamente, siempre tuve el buen sentido de tirar a la basura los que me regalaba, por si tuvieran droga. Hice bien, porque aquella pipera falsa, ahora lo sé, era Villoria, el concejal de Obras, que continúa pervirtiendo con sus dulces a quien se le acerca. Allá él, pero un poco de respeto, por favor, para Vallecas. Y para las mercerías. ¿O es que este hombre no ha tenido, como todos, una madre con las medias de cristal heridas de muerte?

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