Tribuna:

Genios y espadas

Tanto en Birmania como en Camboya, países de budismo antiguo o theravada, la creencia oficial está protagonizada por los monjes, pero el común de los mortales presta sobre todo atención al culto a los espíritus o genios protectores. El nombre que éstos reciben en uno y en otro país es parecido, nats en Birmania, neak ta en Camboya. Su carácter es, sin embargo, diferente. Los genios camboyanos tienen un ámbito local, ejercen una doble función de control y asistencia, y son sustituibles. Los nats birmanos, en cambio, protegen todo el espacio nacional, y no son ni más ni menos que t...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Tanto en Birmania como en Camboya, países de budismo antiguo o theravada, la creencia oficial está protagonizada por los monjes, pero el común de los mortales presta sobre todo atención al culto a los espíritus o genios protectores. El nombre que éstos reciben en uno y en otro país es parecido, nats en Birmania, neak ta en Camboya. Su carácter es, sin embargo, diferente. Los genios camboyanos tienen un ámbito local, ejercen una doble función de control y asistencia, y son sustituibles. Los nats birmanos, en cambio, protegen todo el espacio nacional, y no son ni más ni menos que treinta y siete, casi todos ellos personajes legendarios de sangre real que de un modo u otro fueron asesinados. Son otras tantas víctimas propiciatorias hacia las que se vuelven los birmanos para obtener ayuda en los problemas de su existencia.En cierto modo, la dimensión trágica de los nats constituía hasta el fin de la monarquía birmana en 1885 un puente entre los dos niveles sociales del budismo, el inferior que forjaba la conformidad entre la población en nombre de un poder real supuestamente inspirado en la virtud de la compasión, y el que en el vértice legitimaba la actuación brutal y sanguinaria de ese mismo poder por su condición de shakravartin o monarca universal. Son legendarios los actos de crueldad cometidos por los dos últimos reyes, el piadoso Mindon y Thibaw, depuesto por los ingleses. Un siglo después las huellas de ese pasado de violencia ilimitada desde el poder no han desaparecido.

El nonagenario fundador de la dictadura militar vigente desde 1962, general Ne Win, vive rodeado de astrólogos en su residencia junto a lago Inya, en la capital del país. Cuando al apoderarse del poder quiso justificar su versión birmana del socialismo, de sesgo antimarxista, acudió al sentido de disciplina propio del budismo. Su socialismo dictatorial sería "el programa de beatitudes en la sociedad". Compasión y armonía, como en los tiempos de Mindon, e igual que entonces en su nombre una represión implacable. El balance efectivo consiste en casi cuatro décadas de dictadura y violaciones sistemáticas de los derechos humanos, protagonizadas por un Ejército formado en la escuela japonesa durante la Segunda Guerra Mundial.

Con el tiempo, y tras comprobar el fracaso de "la vía birmana al socialismo", la dictadura pasó a combinar la omnipresencia del Ejército y su policía torturadora con la puerta abierta a las inversiones extranjeras; la invocación de los valores budistas y del sentido mágico de los números, tan caro a Ne Win, con la apelación a "las masas" mediante eslogans tomados de la escuela maoista. El resultado es hoy un martilleo incesante, en las vallas publicitarias de las ciudades, en los telediarios y en la prensa que reproducen todos los días las mismas consignas: "los cuatro objetivos políticos", "los cuatro objetivos sociales", "los cuatro objetivos económicos", "los cuatro deseos del pueblo", "los nueve -número preferido de Ne Win- deseos de las masas". El mensaje es único: apoyo al poder del Ejército y aplastamiento de los adversarios del país, encarnados por una mujer, Suu Kyi, y por su partido, la Liga Nacional por la Democracia, que vencieron de forma abrumadora en las elecciones de 1990 y a los que nunca los militares entregaron el poder.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Un lector que se atuviera a la prensa oficial, única existencia, creería que en el país sólo existen ceremonias presididas por militares, de un lado, y de otro la maldad de Suu Kyi y sus secuaces que quieren destruirle. Hace diez años que el gobierno militar recluyó a Suu Kyi en su casa en la orilla sur del mismo lago al que se asoma el palacio de Ne Win. El arresto domiciliario le fue levantado en 1995, pero luego ha sido restaurado de hecho: el acceso al número 54 de la avenida de la Universidad de Yangon se encuentra cerrado por una barrera militar situada al inicio de la calle. En la terminología oficial del Tatmadaw, del Ejército, es "la ogresa", el monstruo mítico causante del mal en la mitología birmana. Así lo recogen los "deseos de las masas" reproducidos por La Nueva Luz de Myammar de 9 de enero: "Deportar a Suu Kyi, la ogresa que conserva la forma humana después del caos de los cuatro ochos (la revuelta popular del 8 de agosto del 88), para que no pueda devorar la sangre y la carne del pueblo".

No parece fácil que esa asociación arraigue en la mentalidad popular birmana. De establecerse alguna, sería con los nats, los espíritus desgraciados víctimas de la injusticia del poder, a quienes recuerdan tanto la figura de Suu Kyi, con su encierro de diez años, como la de su padre, Aung San, el forjador de la independencia birmana que fuera asesinado en 1947. Sin duda es el prestigio de Aung San el que ha impedido hasta ahora que la violencia de los espadones se ejerza sobre su hija, que renunció a la tranquila posición como esposa de un profesor de Oxford para restaurar pacíficamente la democracia en Birmania. Suu Kyi apoya su resistencia en los valores que mantuvieron la cohesión en la sociedad birmana del Antiguo Régimen: el pacifismo y la autodisciplina. Ni ella ni los suyos opondrán la violencia a la violencia; no por eso se dejarán doblegar. La voluntad de acción se contiene en el concepto de metta, el amor hacia los demás que obliga a intervenir para mejorar su situación. Es una compasión activa que se contrapone a la compasión como máscara del poder en la antigua monarquía. Los abrumadores informes sobre torturas y vejaciones ejercidas sobre los cuadros y militantes de su partido son la muestra del alto precio pagado por ello.

Además, los generales en el poder pueden mirar con optimismo los efectos de la liberalización económica que ha sustituido a las "beatitudes" de miseria que fueron propias del socialismo pretoriano. Ahora que Birmania (Myanmar en el lenguaje oficial) se abre a los capitales exteriores y al turismo, cabe temer que se reproduzca el fenómeno experimentado en Cuba: la cordialidad entrañable que caracteriza a la población birmana hacia el visitante, su aspecto apacible, pueden ser interpretados como conformidad con la suerte que sufren. El silencio es la ley obligada. Por otra parte, los intereses de los capitales del sector turístico y de los buscadores de exotismo no suelen ser sensibles al sufrimiento político.

A partir de esa conjunción de intereses puede cobrar forma, como nuevo punto de encuentro entre los dos países citados, una alianza entre un poder corrupto de base militar, cargado de retórica nacionalista, y el capitalismo exterior colocado en posición de privilegio por aquél, apuntando a la perpetuación del actual estado de cosas con simples cambios de fachada. Por usar la precisa terminología y los también precisos "deseos del pueblo", interpretados para Cuba por Manuel Vázquez Montalbán, será llegada la hora de los "simpatizantes legitimadores", reforzados en Birmania por la presencia de China, que ensalzarán la "disciplina social" (léase sumisión forzada a la violencia de los dictadores) gracias a la cual ha de lograrse una pseudoparticipación libre de "los grandes referéndums" que son al parecer las elecciones democráticas en los países sometidos al imperialismo. Es el tipo de institucionalización que busca a tientas desde hace años la Junta militar disfrazada de Consejo de Estado para la Paz y el Desarrollo.

Suu Kyi y los suyos siguen enfrentándose año tras año a ese destino de impotencia. "La verdad es poder", declara la premio Nobel de la Paz. Perseverar, como en Timor Oriental, es la única salida. Desde aquí, poco puede hacerse, salvo ejercer esa forma primaria de solidaridad que consiste en rasgar la cortina de silencio. Cabe también expresar el deseo de que en este año de los tres nueves, su número mágico dé el trato que se merece al general Ne Win, alcanzando lo que los cuatro ochos no pudieron lograr: la libertad para el país.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

Archivado En