Tribuna:

Esclavos

Eduard Saint-Jean, un haitiano cortador de caña en la República Dominicana, presentó en Madrid la campaña anual de Manos Unidas. Su ejemplo en el batey antillano, ocho años esclavizado en la plantación en condiciones similares a las de sus antepasados africanos, ha servido para denunciar la explotación esclavista de más de 250 millones de personas en el mundo. La esclavitud no es, por tanto, un tema de ficción para que Spielberg haga su particular y americanizada visión sobre la trata. Es, sobre todo, una lacra vergonzante que viene soportando una parte de la humanidad en beneficio de la otra ...

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Eduard Saint-Jean, un haitiano cortador de caña en la República Dominicana, presentó en Madrid la campaña anual de Manos Unidas. Su ejemplo en el batey antillano, ocho años esclavizado en la plantación en condiciones similares a las de sus antepasados africanos, ha servido para denunciar la explotación esclavista de más de 250 millones de personas en el mundo. La esclavitud no es, por tanto, un tema de ficción para que Spielberg haga su particular y americanizada visión sobre la trata. Es, sobre todo, una lacra vergonzante que viene soportando una parte de la humanidad en beneficio de la otra desde que Aristóteles definió a los esclavos como mercancías con almas. De esos 250 millones de esclavos, ¿cuántos lo son en Andalucía? El esclavo de este final de milenio no lleva, como lo llevaba en la Sevilla del quinientos, una ese y un clavo grabados a fuego en sus mejillas; ni son vendidos en masa como cuando Málaga dejó de ser andalusí para convertirse en plaza castellana; ni tampoco se baja hasta Senegambia en barcos negreros para adquirírselos a los caciques africanos que se lucraron con su comercio. Esa historia, que podemos rastrear en las investigaciones de Manuel Jiménez Fernández, de Enriqueta Vila, de Marisa Vega, de Bibiano Torres o de Isidoro Moreno, se maquilla hoy con los usos y costumbres de un tiempo tan cínico que defiende los derechos humanos de los ricos y proclama los derechos inhumanos de los pobres. Han cambiado los tiempos, las leyes y las ideas; se abolió la esclavitud, se enmohecieron los grilletes y se erigió una estatua de la libertad en cada una de las constituciones de los países ricos del primer mundo. Pero el negocio sigue ahí, transformado, maquillado, manipulado. En cada patera que cruza el Estrecho buscando las playas de Almería o de Cádiz nos llegan esclavos. Infelices que mueren en el intento o sobreviven en los plásticos y en los olivares andaluces con jornales bochornosos. Entre el machetero haitiano y el polizón de Malí que murió la otra noche en el Guadalquivir sólo encontramos la diferencia del destino. El primero tuvo la suerte de escapar para poder contarlo. El segundo murió víctima de su propio sueño. Como hace 300 años.J. FÉLIX MACHUCA

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