Tribuna:

El ajedrez es la vida

Muchos aficionados -que se expresan por Internet- se niegan a admitir que el autor de las espantosas manifestaciones a Radio Bombo sea su ídolo, y no un impostor. Es comprensible: aquel carismático Fischer hizo mucho por el ajedrez -tal vez más que nadie- y es uno de los mejores jugadores de todos los tiempos. Pero el origen de sus males quizá esté precisamente en que desde la infancia tomó al ajedrez como refugio, sin desarrollarse como persona. Cuando alguno de sus colegas decía "el ajedrez es como la vida", él corregía: "El ajedrez es la vida".El autor de estas líneas se siente ahora libera...

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Muchos aficionados -que se expresan por Internet- se niegan a admitir que el autor de las espantosas manifestaciones a Radio Bombo sea su ídolo, y no un impostor. Es comprensible: aquel carismático Fischer hizo mucho por el ajedrez -tal vez más que nadie- y es uno de los mejores jugadores de todos los tiempos. Pero el origen de sus males quizá esté precisamente en que desde la infancia tomó al ajedrez como refugio, sin desarrollarse como persona. Cuando alguno de sus colegas decía "el ajedrez es como la vida", él corregía: "El ajedrez es la vida".El autor de estas líneas se siente ahora liberado del compromiso de no revelar ni una palabra de las extensas conversaciones mantenidas con Fischer entre 1990 y 1992, en Francfort, Los Ángeles, Sveti Stefan y Belgrado. Su obsesivas acusaciones de entonces contra judíos y comunistas encajan perfectamente con lo manifestado a la emisora filipina. Desgraciadamente, no hay ninguna duda de que su autor es Robert James Fischer. Esa patología es el lado negro de una personalidad cautivadora, con memoria de elefante e inteligencia de superdotado: logró un resultado superior al de Einstein en las pruebas psicotécnicas a las que se sometió.

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Fischer también estaba obsesionado por su seguridad. Para hablar con él por primera vez, mantuve contactos durante dos años con un amigo común. Cuando nos encontramos en Francfort tuve que mostrarle varias partidas de memoria para garantizar mi conexión con el ajedrez; en el restaurante insistió en sentarse de cara a la puerta. En Los Ángeles caminamos durante muchos kilómetros por las calles, pero él hizo todo lo posible para ocultar su domicilio. En Sveti Stefan y Belgrado le protegían 50 guardaespaldas.

Superadas esas barreras, Fischer encandilaba con un trato muy cordial, salpimentado por agradables toques de infantilismo. Por ejemplo, describía con la ilusión de un niño su visita a los dragones de la isla de Komodo (Indonesia). Además, mostraba una honradez a toda prueba y un amor infinito al ajedrez. Sin embargo, todo ese candor se rompía brutalmente cuando la conversación giraba hacia temas políticos.

Probablemente, ni él mismo sepa por qué se generó su odio exacerbado. Quizá porque su educación fue muy deficiente. Si de toda experiencia negativa hay que extraer una conclusión positiva, Fischer nos proporciona una evidente, ahora que las virtudes pedagógicas del deporte mental están científicamente demostradas: ser un ajedrecista maravilloso sirve de muy poco si no se recibe una educación integral como ser humano.

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