Tribuna:

Campeador

MIQUEL ALBEROLA La taifa, que fue la unidad mínima de la orfebrería hispanoárabe, supuso, por la dispersión militar, el caldo de cultivo ideal para que prosperasen formas de economía que siglos más tarde definirían el espíritu de Chicago de los años veinte. Este fue el caso del tránsfuga castellano Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, cuyos servicios estaban cifrados en 150.000 dinares de oro anuales, que pagaban diversos reyes y alcaides moros a cambio de su protección, y a quien, quizá, Al Capone y su contable veneraban tanto como a San Rocco. Aprovechando una de las múltiples coyunturas genitale...

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MIQUEL ALBEROLA La taifa, que fue la unidad mínima de la orfebrería hispanoárabe, supuso, por la dispersión militar, el caldo de cultivo ideal para que prosperasen formas de economía que siglos más tarde definirían el espíritu de Chicago de los años veinte. Este fue el caso del tránsfuga castellano Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, cuyos servicios estaban cifrados en 150.000 dinares de oro anuales, que pagaban diversos reyes y alcaides moros a cambio de su protección, y a quien, quizá, Al Capone y su contable veneraban tanto como a San Rocco. Aprovechando una de las múltiples coyunturas genitales de la historia, el Campeador, con grado de capitán mercenario, realizó una incursión en Valencia en función de estos nobles intereses para someterla y convertirla en su apartamento de costa. El asedio a la ciudad duró ocho meses, y, apenas tres meses después, la sublevación de sus víctimas tuvo que ser sofocada por este caudillo recaudador con un nuevo sitio de 20 meses y la carnicería correspondiente. La participación de este extorsionador ecuestre en la historia de Valencia ha sido amplificada por la literatura y el cine hasta la distorsión, al punto que algunos confunden al Cid con Charlton Heston y a doña Jimena con Sofía Loren. En realidad, el episodio fue el más insignificante protagonizado por la sucesión de invasores que ha tomado este territorio a saco: del año 1094 al 1099. Ni desde el punto de vista de la historia, ni desde el de la cristiandad -por buscarle una utilidad espiritual-, el Cid ha supuesto mucho más que un mero apéndice o una nota de color muy atractiva para los delirios de grandeza de los dictadorzuelos. Sin embargo, las tres diputaciones valencianas, conminadas por quienes sostienen pegado con saliva -y bilis- que este mercenario ha dado renombre a Valencia, han decidido asumir el gran proyecto de rememorar los 900 años de su muerte con exposiciones, discursos y rutas culturales -en sus expediciones sólo hubo sangre derramada-. Los mafiosos y nostálgicos con ansiedad de caudillaje están de enhorabuena. La soberanía de la Administración provincial, no tanto.

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