Tribuna:

Los idiotas

"He visto gente de apreciable talento volverse idiota de pronto y para siempre". Gustave Flaubert. Hace 20 años, cuando yo era adolescente, los cines Alphaville de Madrid suponían en nuestro imaginario cultural cotidiano la posibilidad de ser, o de llegar a ser, menos idiotas. En la Gran Vía se proyectaban las grandes producciones, se exponían los grandes carteles con los nombres y los rostros de las grandes estrellas y languidecía el cine Imperial, donde hasta muy poco antes los niños habíamos visto todas las de Disney. Como sucede con las buenas ideas, la calle de Martín de los Heros estaba ...

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"He visto gente de apreciable talento volverse idiota de pronto y para siempre". Gustave Flaubert. Hace 20 años, cuando yo era adolescente, los cines Alphaville de Madrid suponían en nuestro imaginario cultural cotidiano la posibilidad de ser, o de llegar a ser, menos idiotas. En la Gran Vía se proyectaban las grandes producciones, se exponían los grandes carteles con los nombres y los rostros de las grandes estrellas y languidecía el cine Imperial, donde hasta muy poco antes los niños habíamos visto todas las de Disney. Como sucede con las buenas ideas, la calle de Martín de los Heros estaba muy cerca, lo suficientemente cerca como para ser posible, y, al tiempo (y como sucede con las buenas ideas), lo suficientemente lateral como para no confundirse con lo otro. Y allí estaban esas pequeñas salas en las que podíamos ver gente distinta, escuchar otras cosas, pensar de otra manera. Ser menos idiotas. Creo que aquellos adolescentes nos sentíamos orgullosos, con ese ingenuo y necesario orgullo que sólo los adolescentes son capaces de sentir y que consiste en creerse partícipe de algo mejor.

Todos, incluso en la cola del cine, éramos muy conscientes de la necesidad de adoptar una postura política (lo cual, de entrada y en contra del actual demérito del término, ya nos hacía menos idiotas). Me recuerdo rodeada de barbudos y melenudas con aspecto de pensar cosas muy interesantes y con un cierto dejo de desprecio a lo que no fuera precisamente pensamiento, es decir, libertad. Me gustaba saberme una de ellos, y quería llegar a ser más feliz y menos idiota (bien es cierto que todavía desconocía esa otra frase de Flaubert: "Para ser feliz es necesario ser completamente idiota, bastante egoísta y gozar de buena salud").

En general, los cines Alphaville han logrado no defraudarnos con el tiempo. Lo que no está tan claro es que sus ya casi dos generaciones de adeptos no hayamos logrado defraudarlos a ellos con una creciente y cada vez más indolente idiotización. Por si acaso, han decidido proyectar la última película del ínclito e inefable danés Lars von Trier, titulada, precisamente y para que no quepa la más mínima duda acerca de su incendiaria intención, Los idiotas. Basada en los preceptos de Dogme 95, su polémico colectivo de cineastas, esta incómoda, desagradable, irritante, estúpida, exasperante película, viene a ser quizá una descarnada metáfora de lo que hemos llegado a ser, de en qué se han convertido el pensamiento y la libertad en esta nuestra sociedad democrática de un Occidente que Von Trier no tiene el más mínimo reparo en tildar de fascista, de cómo el acatamiento de lo que se entiende por normalidad nos ha hecho perder la lucidez y nos convierte en paradójicos cómplices de la idiotez, por un lado, y de la injusticia hacia los tachados de idiotas, por otro. Asegura Trier que el cine no es algo individual, que una película no es una ilusión y que aquella nueva ola que nos creó el estéril espejismo de estar navegando a bordo de la butaca de un cine como si de un bote salvavidas se tratase, "nunca fue más fuerte que aquellos que la habían creado". Que nuestras obras estén por encima de nosotros mismos sería, pues, el único camino aceptable para superar la idiotez y la mezquindad. Lars von Trier ha optado por elevarse, empezando por no firmar su película, por vapulear nuestra adormecida conciencia, por realizar un acto de sabotaje que no es más, como todo atentado contra la convención, que, según sus propias declaraciones, "dar una bocanada de aire fresco, reencontrar la inocencia perdida".

No creo que sea casualidad que en otra de las salas se proyecte la película ganadora del festival de cine fantástico de Sitges titulada Cube.

Así que, como nunca desde que era adolescente, he sentido al salir de esa ya vieja sala la convicción de que había asistido al balbuceo de una vanguardia, al resurgir de un pensamiento que no puede ser más que político, contrario al buen gusto, subversivo. Dice Trier: "La respuesta es la disciplina... Debemos ponerles uniformes a nuestras películas, porque el cine individualista será por definición decadente". Y la única disciplina posible es la de las ideas, la de la emoción, pero también la de la racionalidad que ayude a ordenar el caos de un mundo que se despide del siglo de las revoluciones, del milenio de la civilización, con cara de despiste y cargado de paquetes de regalo. Feliz Año, idiotas.

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