Tribuna:

Consumo

Las Navidades son las fiestas del consumo por excelencia. Llegadas estas fechas, la gente se lanza a las calles a comprar con tal avidez que cualquiera diría que durante el resto del año los grandes almacenes y las tiendas hubieran permanecidos cerrados a cal y canto. La adquisición de bienes materiales se convierte cada final de año en una actividad febril, una especie de carrera en la que los ciudadanos, gracias al perverso sistema de las tarjetas de crédito, se gastan hasta lo que no tienen. Ahora todo es alegría, pero a menudo ésta se convierte en angustia cuando, al llegar el mes de enero...

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Las Navidades son las fiestas del consumo por excelencia. Llegadas estas fechas, la gente se lanza a las calles a comprar con tal avidez que cualquiera diría que durante el resto del año los grandes almacenes y las tiendas hubieran permanecidos cerrados a cal y canto. La adquisición de bienes materiales se convierte cada final de año en una actividad febril, una especie de carrera en la que los ciudadanos, gracias al perverso sistema de las tarjetas de crédito, se gastan hasta lo que no tienen. Ahora todo es alegría, pero a menudo ésta se convierte en angustia cuando, al llegar el mes de enero, hay que afrontar los pagos aplazados. Pero si la compra de productos para el regalo, propio o destinado a terceros, adquiere proporciones desmesuradas durante las fiestas, lo que ya resulta del todo exagerado es el consumo de alimentos. Como si no hubiéramos comido a lo largo de todo el año, en estos días nos atizamos pantagruélicas comidas y no menos opíparas cenas, regadas siempre con vino y cava abundantes. Pero el placer que proporciona la degustación de selectas viandas y la alegría de los brindis también tienen su parte negativa y son multitud los que después se arrepienten de lo comido y bebido en exceso. Y todo eso sin reparar demasiado en los precios. Pero si en el caso de los bienes materiales las compras siempre se pueden adelantar, lo que permite adquirir los productos por menos dinero, con los alimentos, y especialmente con el marisco, tan de moda ahora en el menú navideño, no es lo mismo. El juguete del niño costó casi la mitad hace dos meses, pero lo hemos guardado sin problemas. Sin embargo, el marisco no se puede guardar, si no es congelado, con lo que pierde gran parte de su exquisitez. Así se explica que por estas fechas las angulas frescas se coticen a 70.000 pesetas el kilo o que unas buenas gambas rayadas superen las 15.000. Y todo por la tradición, cuando dentro de un mes muchos de esos productos se podrán aquirir a mitad de precio. Salvo las angulas, porque los japoneses, que son los que más las compran -para criar anguilas- no entienden de fiestas navideñas.

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