Tribuna:

¿Canciller o conserje?JOAN B. CULLA I CLARÀ

Con el atentado que el 20 de diciembre de 1973 costó la vida en Madrid al almirante Luis Carrero Blanco se da una curiosa paradoja. La mayoría de quienes cuentan más de 40 años recuerdan aún con precisión dónde y cómo se enteraron de la sensacional noticia, qué sintieron, qué pensaron; es decir, los coetáneos tienen marcado espontáneamente en sus memorias aquel jueves prenavideño con la tinta indeleble de las fechas trascendentales. Por el contrario, la interpretación oficial, lo políticamente correcto desde bastantes años a esta parte consiste en minimizar la importancia de aquel magnicidio -...

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Con el atentado que el 20 de diciembre de 1973 costó la vida en Madrid al almirante Luis Carrero Blanco se da una curiosa paradoja. La mayoría de quienes cuentan más de 40 años recuerdan aún con precisión dónde y cómo se enteraron de la sensacional noticia, qué sintieron, qué pensaron; es decir, los coetáneos tienen marcado espontáneamente en sus memorias aquel jueves prenavideño con la tinta indeleble de las fechas trascendentales. Por el contrario, la interpretación oficial, lo políticamente correcto desde bastantes años a esta parte consiste en minimizar la importancia de aquel magnicidio -lo cual supone reducir a su víctima a un papel subalterno en el juego del poder de aquellas fechas-, en negar a la explosión de la calle de Claudio Coello cualquier efecto positivo sobre la ulterior evolución institucional española, e incluso en sostener que el atentado acumuló obstáculos a lo largo del ya difícil camino de las libertades. Naturalmente, la clave de este análisis se llama ETA. Devaluar a Carrero es un modo de ningunear a sus ejecutores y decir que el almirante, vivo, no habría puesto ninguna objeción al desmantelamiento del régimen es una manera de negar al grupo terrorista vasco cualquier contribución, siquiera indirecta e involuntaria, al éxito de la transición democrática en España y, por ende, cualquier legitimidad. Sin embargo, tan bienintencionados propósitos deberían administrarse con mesura para no caer, como a veces ocurre, en lo grotesco. No existe forma alguna de saber qué habría ocurrido si, hace ahora un cuarto de siglo, el comando Txikia hubiese fallado su golpe en el madrileño barrio de Salamanca, y además los historiadores tenemos especialmente vedadas esta clase de especulaciones contrafactuales. En cambio, sí podemos recordar que fue el almirante Carrero el autor de la célebre frase "dejarlo todo atado y bien atado", puesta en el pórtico de su discurso ante las Cortes como nuevo presidente del Gobierno, el 20 de julio de 1973; el mismo discurso en el que, tras reiterar su identidad absoluta con la persona y la obra de Franco, con "la sustancia inmutable de nuestro ideario", precisó: "Si yo quisiera ahora sintetizar en una sola palabra el programa de acción que el Gobierno se propone, diría simplemente continuar". Sabemos también que cinco meses más tarde, el día de su asesinato, el marino convertido en presidente tenía convocados a sus ministros a una reunión monográfica para debatir la cuestión que más le preocupaba, y sobre la cual había redactado de su puño y letra un informe de 16 páginas. ¿Se trataba quizá del impacto sobre España de la crisis del petróleo, que desde dos meses atrás sacudía violentamente las economías occidentales? ¿O tal vez, como creían muchos miembros del Gabinete, de dar por fin luz verde a las asociaciones políticas que debían aplicar una máscara de pluralismo al ajado rostro de la dictadura? Ni una cosa, ni otra. Las inquietudes de Luis Carrero Blanco, en 1973 como en 1939, eran siempre las mismas, la masonería y el comunismo, y a ellas estaba dedicado también su último escrito: a la infiltración masónico-marxista en la Iglesia y en la Universidad, a la corrupción de la juventud por obra de la pornografía, la droga o las modas musicales y estéticas extranjerizantes y afeminadas, y a precisar que, aun así, no todo estaba perdido porque "en España, el 90% de los curas son buenos...". De estos asuntos, más propios de una tertulia de fascistas jubilados o de un pintoresco cenáculo integrista, debía ocuparse el poder ejecutivo de la que aseguraba ser la décima potencia industrial del mundo. Se ha argüido con frecuencia que, pese a su ultraderechismo acrisolado, Carrero nunca hubiera osado oponerse a la voluntad reformista y democratizadora del sistema si ésta partía de don Juan Carlos, a quien él tanto había contribuido a convertir en sucesor designado de Franco. Sin embargo, el almirante nunca fue un monárquico convencional, sino un franquista químicamente puro. Es más, durante tres décadas compatibilizó sus crecientes responsabilidades políticas cerca del Caudillo con una intensa actividad doctrinal como articulista y comentarista radiofónico bajo los seudónimos de Juan de la Cosa, Ginés de Buitrago y Nauticus, entre otros. Pues bien, una de las obsesiones recurrentes en esos textos, una de las pesadillas de su autor, era precisamente la hipótesis de una restauración monárquica acompañada de amnistía, pluripartidismo, elecciones libres, retorno de los exiliados y otras catástrofes que desbaratasen la victoria militar de 1939. Es claro que Carrero Blanco asociaba ese escenario para él apocalíptico con la figura de don Juan de Borbón, y creía que el reinado de su hijo debía ser algo muy distinto; como quiso precisar en su primer discurso presidencial, "es una Monarquía nueva; es la Monarquía del Movimiento Nacional, continuadora perenne de sus Principios e instituciones" y de la cual el Príncipe iba a ser "su primer Monarca" (el subrayado es mío). Una monarquía para la que algún observador pronosticó un esquema bicéfalo: el rey, de paja, y el canciller, de hierro. Se han invocado también, para excluir que el presidente-almirante hubiera podido, con un mandato más largo, bloquear la transición, las demandas de la sociedad o las exigencias de la economía, favorables todas ellas al cambio. No obstante, y por citar un ejemplo menor, ninguna protesta social, ninguna crítica periodística, ningún cálculo de racionalidad económica pudo impedir que desde junio de 1973 el flamante ministro de Educación y Ciencia de Carrero, el inolvidable Julio Rodríguez Martínez, impusiera a la Universidad española un nuevo y delirante calendario académico que sembró el caos en la enseñanza superior, el desconcierto en las familias y dio a cientos de miles de estudiantes siete meses de vacaciones forzosas. Resulta duro decirlo, pero sólo el atentado de ETA y sus efectos sobre la composición del Gobierno hicieron posible la abrogación del calendario juliano y el restablecimiento en esa materia de un mínimo sentido común. Pues si apenas seis meses dieron para tanto desvarío, ¿qué hubiera podido ocurrir en cuatro o cinco años? No, por mucho que su galoneado uniforme de marino pudiera inducir a confusión, Luis Carrero Blanco no era el mero conserje, leal y discreto, del franquismo, sino el guardián de su ortodoxia y de su continuidad. Por eso, y al margen de quienes fueron los autores, la explosión que lo mató no fue una anécdota truculenta, sino un episodio clave de nuestra historia reciente.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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