Latín

El viajero, cuya tarea no es otra que el hallazgo de voces, sonidos, olores, crepúsculos, idiomas o ciudades, ha pasado a menudo por Valencia como por un puerto esquivo a los descubrimientos personales. Tal vez ha contribuido a ello el denso decorado de tópicos, o una sólida fama de desaliño. Para un personaje de Hemingway en Por quién doblan las campanas, Valencia era una habitación en la que hacía el amor, con las persianas apoyadas en la barandilla del balcón, mientras subía de las calles el aroma del mercado de flores, el olor de la traca y la música de la banda. Sin embargo, al dramaturgo...

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El viajero, cuya tarea no es otra que el hallazgo de voces, sonidos, olores, crepúsculos, idiomas o ciudades, ha pasado a menudo por Valencia como por un puerto esquivo a los descubrimientos personales. Tal vez ha contribuido a ello el denso decorado de tópicos, o una sólida fama de desaliño. Para un personaje de Hemingway en Por quién doblan las campanas, Valencia era una habitación en la que hacía el amor, con las persianas apoyadas en la barandilla del balcón, mientras subía de las calles el aroma del mercado de flores, el olor de la traca y la música de la banda. Sin embargo, al dramaturgo Tennessee Williams, a decir de Kenneth Tynan, que la describió como la quintaesencia del antiturismo, la ciudad le produjo cierta estupefacción en los años sesenta, cuando pasó en ella cuatro días de julio sin suministro de agua y con cortes diarios de electricidad. "Valencia no me gustó", asegura otro de los personajes de Hemingway. "La gente no tiene educación, y no conseguí entenderles cuando hablaban. Se pasaban todo el rato diciéndose che los unos a los otros...". Tópica o desaliñada, tal vez reina del antiturismo, aquella Valencia es sólo historia, o literatura. De vez en cuando se asoma a las páginas del libro más insospechado. Como el segundo volumen de la autobiografía de Doris Lessing, Un paseo por la sombra, de reciente publicación, donde aparece en un destello enigmático. Repasa la escritora con desparpajo autocrítico, en esta segunda entrega de sus memorias que comienza con la llegada al Londres de la posguerra procedente de Rodesia del Sur, el esfuerzo por sacar adelante un hijo, una obra literaria y una vida, sin eludir la ácida visión del comunismo, en el que militaba. Cuenta la autora un viaje a España, a inicios de los cincuenta, con un amante checo, psiquiatra, judío y comunista, que había perdido prácticamente a toda su familia a manos de los nazis. "Cruzar la frontera de Francia era como regresar al siglo diecinueve", escribe Doris Lessing, que anota las plazas llenas de niños harapientos, sacerdotes gordos con sótanas y policías con uniforme negro; las noches dormidas bajo las estrellas, y las comidas con pan, embutidos, pimientos verdes y fruta, en un país "tan pobre que partía el corazón". Y las playas, aún por urbanizar. Recuerda la escritora: "Cerca de Valencia había un cartel que decía Peligro. Prohibido bañarse, pero me sumergí en las altas olas tentadoras y una de ellas me levantó y me arrojó contra el fondo. Salí arrastrándome con los ojos llenos de arena. Jack me llevó al hospital local donde los dos médicos se expresaban en latín, demostrando que el latín está muy lejos de ser una lengua muerta".

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