Tribuna:LAS VACANTES DEL CONSTITUCIONAL

Salvar el Tribunal

Cuando, a principios de 1980, entró en funciones el Tribunal Constitucional hubo un rápido acuerdo para designar como magistrados a algunos de los mejores juristas del país. Eran otros tiempos. Había el máximo interés por edificar el nuevo Estado democrático, asediado por todas partes, y la mayor ilusión por conseguirlo. Por supuesto, esos juristas tenían, como suele decirse, distintas sensibilidades, tal como ocurre en todos los tribunales constitucionales del mundo. Pero se tuvo en cuenta sobre todo su demostrada valía y su experiencia (en la Universidad, en la magistratura o en el foro), pa...

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Cuando, a principios de 1980, entró en funciones el Tribunal Constitucional hubo un rápido acuerdo para designar como magistrados a algunos de los mejores juristas del país. Eran otros tiempos. Había el máximo interés por edificar el nuevo Estado democrático, asediado por todas partes, y la mayor ilusión por conseguirlo. Por supuesto, esos juristas tenían, como suele decirse, distintas sensibilidades, tal como ocurre en todos los tribunales constitucionales del mundo. Pero se tuvo en cuenta sobre todo su demostrada valía y su experiencia (en la Universidad, en la magistratura o en el foro), partiendo de un absoluto respeto a su independencia de criterio.La elección fue un acierto. En menos de una década, el Tribunal desarrolló una labor impresionante y su doctrina alcanzó gran prestigio dentro y fuera de nuestras fronteras. Inmediatamente impuso la aplicación directa de la Constitución, frente a las reticencias iniciales de un sector de la justicia ordinaria. Sentencia a sentencia, paso a paso, elevó el nivel de protección de los derechos fundamentales y libertades mediante una interpretación avanzada de los preceptos constitucionales. Del mismo modo contribuyó decisivamente, ante la ambigüedad de la Constitución, a establecer los principios y reglas de funcionamiento del Estado de las autonomías, que, con todas sus carencias e imperfecciones, ha funcionado razonablemente durante casi veinte años. El Tribunal Constitucional se entregó al difícil arte de resolver delicadas cuestiones políticas con las armas del razonamiento jurídico y la conciencia de su misión institucional. No haría falta recordar por eso -y por frágil que sea la memoria histórica- que el Tribunal ha desempeñado un papel clave en la consolidación de nuestro Estado de derecho, democrático y descentralizado.

Después, sin embargo, se empezó a utilizar un sistema de "cuotas de partido" para la designación de los magistrados del Tribunal por el Congreso y el Senado. Eso no quita para que siempre haya habido al servicio de la institución juristas relevantes. Pero el sistema en sí es perverso. En parte, porque se corre el riesgo de pasar de las distintas sensibilidades a las afinidades o proximidades. Y sobre todo porque en este caso la tarta a repartir es muy pequeña y la capacidad de decisión de los elegidos sobre asuntos de la mayor trascendencia política es muy grande.

Así, en 1992 se pudieron comprobar sus efectos cuando el PP, en la oposición, bloqueó durante algunos meses la renovación parcial del Tribunal. No porque rechazara el sistema de cuotas, sino simplemente porque aspiraba a una cuota mayor. Ahora, en 1998, tenemos una reedición corregida y aumentada de ese episodio, pues hace casi nueve meses que el Senado debía haber elegido a los cuatro magistrados que le corresponden. Esta situación no sólo es una vergüenza para el país, como ha escrito Javier Pradera en uno de sus artículos dominicales. Es un escándalo y un atentado a la democracia, que no tiene parangón en ningún país de nuestro entorno.

Ignoro cómo se están desarrollando las negociaciones para la renovación del Tribunal y quiénes, con tanta opacidad como evidente desatino, las están llevando a cabo. Pero me parece obvio que la responsabilidad recae sobre los máximos dirigentes de los dos partidos mayoritarios, que deberían abordar el asunto con altura de miras y sentido del Estado. Sin embargo, da la impresión de que estamos ante una especie de disputa tribal para marcar el territorio, en la que lo único que se comparte es la desconfianza de principio hacia el propio Tribunal.

Contrasta fuertemente esta situación con las frecuentes apelaciones de los políticos de todo signo al respeto absoluto del Estado de derecho y con las habituales proclamaciones de defensa de la Constitución, tan reiteradas en estos últimos tiempos por las novedades en el País Vasco. Pues bien, la falta de renovación parcial del Tribunal Constitucional constituye una quiebra manifiesta de nuestro Estado de derecho y un craso incumplimiento de la Constitución, que afecta paradójicamente a la institución que más tiene que decir y hacer por el respeto al Estado de derecho y por la defensa de la Constitución. Sorprende también el silencio de tantos intelectuales y juristas de prestigio sobre este problema y el de los órganos del Poder Judicial y asociaciones judiciales, a los que la situación de un órgano constitucional que también ejerce un control jurisdiccional del poder no debería ser indiferente.

Lo más grave de todo es que con ello se daña la imagen del Tribunal Constitucional, se socava lentamente su posición institucional y se perjudica su actividad. El Tribunal no es ni puede ser tratado como un epígono de los partidos o como el consejo de administración de cualquier ente público al que trasladen sus querellas cotidianas. Es el "guardián de la Constitución" y su máximo intérprete, y, como tal, necesita mantener su imparcialidad y su auctoritas entre las demás instituciones del Estado y de las comunidades autónomas, además de un funcionamiento regular. Esta consideración debe situarse por encima de muchas cosas, incluidos los problemas coyunturales de cada partido político (hay tantas formas de mostrar la solidaridad, sin necesidad de poner en vilo las instituciones...). De lo contrario, las consecuencias pueden ser nefastas, pues el Tribunal sigue siendo una pieza esencial para la defensa de las libertades de todos, las individuales y las colectivas, y no está dicho que haya que excluir retrocesos en la salud de nuestro sistema democrático. Quién sabe, además, si habrá de pronunciarse en el futuro sobre nuevas formas de articulación territorial del Estado. En materias tan trascendentes no basta con resolver, sino que es necesario convencer.

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Para esa función se requiere ante todo sabiduría jurídica, firmeza de principios, compromiso con la democracia, independencia de criterio. Justo lo que se buscó y se halló, tan rápidamente por cierto, en 1980. Mucho me temo, a la vista del retraso, que este tipo de consideraciones ocupa ahora un lugar muy secundario entre las preocupaciones de quienes han de acordar los nombres de los nuevos magistrados. Sencillamente lamentable.

Miguel Sánchez Morón es catedrático de Derecho Administrativo y ha sido letrado del Tribunal Constitucional.

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