Tribuna:

Pastelería y letras

Debe haber otros precedentes confitero-literarios, aunque conozco sólo el del buen poeta catalán J. V. Foix, surrealista por más señas. Pero he aquí que una ciudad pródiga en sorpresas, como lo es el viejo Cádiz, me asombra ahora con el descubrimiento de un tan pastelero como escritor, al igual que Foix. El mórbido merengue, la sensual sultana de coco y el vicioso cuanto exquisito bizcocho borracho, alternan las horas y quehaceres de Ángel Torres Quesada con la página de suspenso, la metáfora o el capítulo bien ultimado. La confitería donde apartadamente elabora Torres sus novelas cae a tres p...

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Debe haber otros precedentes confitero-literarios, aunque conozco sólo el del buen poeta catalán J. V. Foix, surrealista por más señas. Pero he aquí que una ciudad pródiga en sorpresas, como lo es el viejo Cádiz, me asombra ahora con el descubrimiento de un tan pastelero como escritor, al igual que Foix. El mórbido merengue, la sensual sultana de coco y el vicioso cuanto exquisito bizcocho borracho, alternan las horas y quehaceres de Ángel Torres Quesada con la página de suspenso, la metáfora o el capítulo bien ultimado. La confitería donde apartadamente elabora Torres sus novelas cae a tres pasos del muelle (ojo: en Cádiz se habla del muelle; si se dice el puerto, se entiende que es El Puerto de Santa María). Y puede que, aunque hoy en decadencia, esa proximidad de la fabulosa historia marítima gaditana contribuya solapadamente a estimular la imaginación de Torres Quesada, un autor tan fecundo como desconocido. En efecto, y en editoriales renombradas, el hombre ha publicado ya más de 100 novelitas de bolsillo, así como hay que contabilizarle la tetralogía Las islas del infierno, una bandada de relatos y una dilatada serie de ciencia ficción, género cultivado por otro gaditano casi anónimo, Rafael Marín. Pero está claro que, en el caso de Torres, no es nada fácil que su firma cunda, ya que la ha escudado hasta ahora con el seudónimo A. Thorkent. Leyendo su abultada narración Los vientos del olvido, a la que firma con su nombre y que está repleta de dragones, milenarias emigraciones por el cosmos y tremendas armas centelleantes, no se deja de sentir cierta extrañeza ante el hecho de que el inventor de 287 espesas páginas de semejantes invenciones, ande al cuidado de inocentes natas montadas, cremas al limón o a la fresa y canastillas de fruta en dulce. Quizá sienta el escritor confitero que su mente anda por los espacios y su cuerpo está muy bien donde está, en la tierra. Y tal vez perciba que hay un deseable punto común de buen acabamiento en sus dos tareas. Desde luego, y como casi todo Cádiz, la práctica totalidad de los clientes que entran allí a comerse un pastel, o a tomar un café en las contadas mesitas del fondo del establecimiento, ignoran por completo que aquello esté llevado por un novelista veterano y, por si fuera poco, tan amigo de las más suntuosas fantasías de la literatura. Porque además al hombre no se le ve nunca, cosa que contribuye a aumentar el secreto y la gracia de su personalidad. Pocos escalones arriba, en el silencio de un despachito, visitan a Ángel Torres Quesada sus dos mundos, el del azúcar y el de las estrellas, ese azúcar derramada en lo oscuro.

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