Tribuna:

Los viajes

Las grandes vacaciones de verano han modificado importantes hábitos, desparramando sus consecuencias en todas direcciones. Son un acontecimiento casi universal, con cierto aire imperativo, en el que influyen, muy especialmente, el interés de la considerada parte más débil de nuestro género: los niños y el largo periodo de asueto estival. Claro que no todo el mundo tiene prole, o ésta se desenvuelve ya por su cuenta. Ni tampoco el desplazamiento y estancia fuera de casa están rigurosamente al alcance de cualquier fortuna. Supongamos que atañe a la mayoría, para justificar las generalidades.Aunq...

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Las grandes vacaciones de verano han modificado importantes hábitos, desparramando sus consecuencias en todas direcciones. Son un acontecimiento casi universal, con cierto aire imperativo, en el que influyen, muy especialmente, el interés de la considerada parte más débil de nuestro género: los niños y el largo periodo de asueto estival. Claro que no todo el mundo tiene prole, o ésta se desenvuelve ya por su cuenta. Ni tampoco el desplazamiento y estancia fuera de casa están rigurosamente al alcance de cualquier fortuna. Supongamos que atañe a la mayoría, para justificar las generalidades.Aunque las organizaciones aeronáuticas pongan de su parte el mayor número de obstáculos para el periódico éxodo organizado, el avión estaba ganando puestos en las preferencias de los viajeros, lo que parece ir de capa caída. Las agencias, que orientan y canalizan los eventuales destinos, despliegan un goloso abanico de posibilidades, entre las que el incauto viajero, por inclinación adversa de los hados, suele elegir la peor, sin saberlo, por supuesto. Las vacaciones, como fenómeno social, han dejado de ser disfrute de pocos, para convertirse en gesto colectivo y premeditado. A lo largo de todo el año, una publicidad sin desmayos estimula este reflejo Kárpov, que relaciona el calor, el estrés o el espíritu imitativo con imágenes del Caribe, el litoral mediterráneo o visitas perfectamente posibles a Bangkok, las Seychelles o los fiordos noruegos.

Lo de menor importancia es el viaje, su planteamiento y vicisitudes, aunque nunca sea ociosa la advertencia que señala el desfalleciente crédito de algunos promotores de tales aventuras. Con frecuencia resulta lo más enjundioso, aunque no lo más feliz. Tengo la impresión de que los ya por todos aceptados tour operadores parten de una premisa psicológica: el ocasional peregrinaje o es por completo satisfactorio, es decir, carísimo, o cuanto peor, mejor para ellos. En este caso, lo más deseado por el maltrecho excursionista es olvidar penalidades, considerar el hogar como sitio que nunca debió abandonarse, y agotar el cupo de legítima indignación ante los escuálidos resultados de cualquier tipo de reclamaciones. Los pleitos tienen tres salidas: se pierden, se ganan o se desiste de ellos, incrementando el limbo infinito de la justicia insatisfecha, burlada.

Una sentencia anónima dice que, en los viajes, el niño piensa en la partida; el adulto, en por qué lo ha emprendido, y el viejo, en el regreso. Pues ahí está la sal y el aliño de la vida. Una parte considerable del placer de viajar -en nuestros días- pienso que sean los prolegómenos, las posibilidades de elección, tanto del destino como del medio que se emplea; los preparativos, el anticipo de disfrutar el placer de lo desconocido, aunque más refinado sea el goce de ver las cosas, el paisaje, la gente, respirar el aire, escuchar los ruidos, una vez más, de lo que en otra ocasión nos haya emocionado o sorprendido. Es una delicia que se saborea de antemano, haciendo planes, solo o en compañía de otras personas; revisando mapas, anticipando sorpresas y sensaciones. Todo ello forma parte inconsciente del trance anual que nos pone irremisiblemente en marcha.

Quizá sea el verano mal trance para cambiar de sitio, ya que todo el mundo parece influido de movimiento y en la misma dirección, pero da la impresión de que la esencia de las vacaciones de nuestros contemporáneos está en apelotonarse en los medios de transporte, sobre las playas abarrotadas, en las casas de comida de dudosa calidad, entre el guirigay incómodo, y profundamente humano, de los lugares hacia donde los cerebros y la avidez de la industria del ocio pastorean a las dóciles muchedumbres.

En busca del tiempo perdido, para volver a perderlo, con el ánimo y la vocación de abandonarme en la soledad y explorar sin ganas el silencio, encuentro la innecesaria respuesta de viejas cuestiones olvidadas, quedándome, un año más, en mi casa, donde soy el Robinson Crusoe del edificio, el único vecino vivo en ocho pisos a la redonda. Allá abajo, como en una ciudad abandonada, los comercios mantienen echados los cierres. Sólo muestra débil actividad la agencia de viajes donde, de cuando en cuando, aparece un remiso ciudadano, no se sabe si con encendida ilusión o con un memorial de protestas.

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