Editorial:

Una niña china

EL FALLECIMIENTO, el pasado lunes, de una niña china de tres años, al incendiarse su casa en pleno centro de Madrid, sirve de trágica demostración de las miserables condiciones de vida que a menudo padecen los extranjeros que han elegido España como tierra de promisión. Unas condiciones que las autoridades parecen deliberadamente ignorar. Las instituciones, encargadas, entre otras cosas, de velar por el bienestar de la infancia, intervienen a remolque cuando el drama cotidiano ya se ha convertido en tragedia.En la vivienda donde murió abrasada la pequeña Ana Li se hacinaban habitualmente 20 in...

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EL FALLECIMIENTO, el pasado lunes, de una niña china de tres años, al incendiarse su casa en pleno centro de Madrid, sirve de trágica demostración de las miserables condiciones de vida que a menudo padecen los extranjeros que han elegido España como tierra de promisión. Unas condiciones que las autoridades parecen deliberadamente ignorar. Las instituciones, encargadas, entre otras cosas, de velar por el bienestar de la infancia, intervienen a remolque cuando el drama cotidiano ya se ha convertido en tragedia.En la vivienda donde murió abrasada la pequeña Ana Li se hacinaban habitualmente 20 inmigrantes orientales. Cuando comenzaron a brotar las llamas, Ana y su hermano, Sugua, de dos años, estaban solos -y encerrados- en la habitación asignada a su familia, precisamente donde se inició el fuego. El niño se refugió en el balcón y fue rescatado por un ciudadano que trepó hasta el mismo. La pequeña no pudo salvarse. El padre de las criaturas las había dejado bajo llave mientras se iba de compras. La madre, por su parte, había viajado a Bilbao para ganar unas pesetas vendiendo chucherías en la Semana Grande.

Los niños son los inmigrantes más débiles, por su doble condición de menores y de extranjeros desarraigados. Evitar la desprotección de la infancia debe ser tarea prioritaria de la Administración y de los cada vez más numerosos Defensores del Menor. El diminuto cadáver de Ana Li permanecía ayer en el Instituto Anatómico, mientras que su hermano seguía hospitalizado con el 80% del cuerpo quemado y el padre de ambos ingresaba en prisión. De la madre ausente no había noticias. La tragedia de una familia se había consumado, pero el drama continúa.

Esa situación de miseria y desprotección de la infancia inmigrante es común a muchos hijos de magrebíes, subsaharianos, suramericanos, caribeños o europeos del Este. El problema de la inmigración se está convirtiendo, como ya lo es en Francia o en Italia, en uno de los más graves que nos aquejan en materia de derechos humanos y también como piedra de toque de la posible distinción entre derecha e izquierda. El argumento de que no es posible acoger a tantos inmigrantes como desearían establecerse, sino sólo a los que la economía española sea capaz de absorber, es correcto en términos generales, pero los criterios para fijar esos cupos tal vez se han quedado anticuados. En 1998, el número establecido es de 28.000 trabajadores, que casi dobla la cifra del año anterior, pero se queda lejos de lo que algunos estudios consideran viable.

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Y también deseable: un informe reciente del BBV calculaba en 90.000 el número de trabajadores extranjeros que tendrían que incorporarse al mercado laboral español cada año de aquí al 2010 para mantener la tasa actual de población activa. Una disminución de la misma podría plantear problemas de desequilibrio entre activos y pasivos, especialmente si se mantiene el bajo índice de natalidad de los últimos años a la vez que aumenta la esperanza de vida. De ahí la revisión de criterios que se ha producido en otros países y habrá de abordarse igualmente en España.

De momento urge un cambio de mentalidad de la sociedad y de las autoridades. La comunidad china es tal vez la que tiene una mayor distancia cultural con respecto a la ciudadanía española, pese a ser una de las más numerosas. Según algunas fuentes, el chino es el mayor grupo de inmigrantes sin papeles, y tiene una fuerte presencia en algunas zonas, como el distrito Centro de Madrid, donde ha instalado numerosos negocios.

Las floristas de origen asiático se han convertido en personajes habituales en las noches de muchas ciudades españolas. Pero su presencia en las calles, en comercios y en restaurantes no implica que la sociedad sea permeable a la misma, o viceversa: muchos trabajan para compatriotas que en ocasiones les explotan en talleres clandestinos donde, además, se ven forzados a alojarse. Ese trabajo permite a buena parte de ellos saldar la deuda contraída con mafias que facilitaron su entrada en España. No suelen relacionarse con personas de otras nacionalidades y su existencia transcurre en auténticos guetos. A ese hermetismo se unen los misterios que rodean sus ritos mortuorios. En 1995, contra toda lógica estadística, sólo se registró la muerte de un ciudadano chino en Madrid. La policía supone que las mafias orientales encubren las muertes para quedarse con los documentos del fallecido.

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