Tribuna:

Hadas exiliadas

¿Cabe concebir una Terra Mítica sin hadas? Por lo visto, sí. Acuciado por imperativos editoriales, leo cuanto encuentro sobre estos seres menudos, efímeros, tan ecológicos que sienten predilección por el color verde y parecen alimentarse básicamente de miel de abejas. En su manual Hadas, Jesús Callejo las ubica en todos los pueblos de España: mouras gallegas, xanas asturianas, maris de Navarra, ninfas leonesas, encantadas extremeñas, hadas granadinas, moricas de Aragón, damas blancas de Cataluña y Baleares. También las hay en Murcia, pero no aquí. En su libro, Callejo sólo menciona de pasada e...

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¿Cabe concebir una Terra Mítica sin hadas? Por lo visto, sí. Acuciado por imperativos editoriales, leo cuanto encuentro sobre estos seres menudos, efímeros, tan ecológicos que sienten predilección por el color verde y parecen alimentarse básicamente de miel de abejas. En su manual Hadas, Jesús Callejo las ubica en todos los pueblos de España: mouras gallegas, xanas asturianas, maris de Navarra, ninfas leonesas, encantadas extremeñas, hadas granadinas, moricas de Aragón, damas blancas de Cataluña y Baleares. También las hay en Murcia, pero no aquí. En su libro, Callejo sólo menciona de pasada el Barranc de l"Encantà en Alicante, que describe como las ruinas de un pueblo árabe abandonado, donde antaño se celebraban akelarres y sobre el que se cuentan leyendas de seres míticos. Como en el caso de los fantasmas, sorprende la ausencia de hadas en nuestra comunidad. Una razón podría ser la falta de esos monumentos megalíticos, dólmenes y menhires, con los que muchas veces se las asocia. Otra, también insuficiente, la escasez y precariedad de nuestros bosques. A diferencia de los fantasmas, que para sus apariciones se contentan con un pasillo umbrío o con una escalera de peldaños crujientes, las hadas necesitan aire libre y amplios espacios arbolados para sus evoluciones. ¿Qué hada digna de ese nombre se atrevería a aletear por un pinar tan ralo como el de El Saler, pongamos por caso? Un par de movimientos de las alas y quedaría expuesta al ardiente sol o a la brutalidad de los cazadores. Confundida con un tordo, podría terminar en el mostrador de cualquier bar, entre un plato de chipirones y otro de morcillas. Otra explicación de su ausencia podría ser su timidez natural. Criaturas tan delicadas no pueden soportar la proximidad del hombre, animal devastador que tala, horada, calcina, degrada marjales -Xeresa, Pego-Oliva- y deja por doquier su pestilente huella. Según los estudiosos, detestan los vapores de alcohol y los humos de tabaco, y su oído está tan afinado que son capaces de escuchar sonidos en gamas de frecuencia que se nos escapan. Abominarían de las Fallas, si tuvieran que oírlas. Decía Peter Pan que, cada vez que un niño pierde la fe en las hadas, cae muerta una de ellas. En el prólogo al libro de Callejo, nuestro paisano Juan G. Atienza sostiene la teoría complementaria de que dejamos de creer en las hadas cuando nos integramos en el mundo agresivo de la competitividad, "cuando dejamos de creer en la magia que transmite nuestro entorno y nos entregamos al deporte de pisarle el cuello al vecino para evitar que sea él quien nos lo pise antes a nosotros". Habría que dilucidar si ese deporte se practica aquí con mayor entusiasmo que en otros lugares. De todos modos, autores de cuentos y folcloristas de prestigio coinciden en que, desde principios de siglo, la pérdida de influencia de las hadas ha sido universal y progresiva. Una de las causas de ese descrédito fue el caso de las hadas de Cottingley, que suscitó tantas esperanzas y provocó tantas decepciones. En julio de 1917, Elsie Wright y Frances Griffiths, niñas de 16 y 10 años, respectivamente, hartas de que sus padres se mofaran de las historias que ellas les contaban, acerca de unas hadas con las que jugaban en el bosque de Cottingley, tomaron una cámara e hicieron una foto. Cuando la revelaron, los padres vieron, atónitos, a Frances en compañía de un coro de diminutas hadas danzarinas. Un mes después, las niñas tomaron otra foto, esta vez de Elsie jugando con un gnomo. Las fotografías llamaron la atención de Arthur Conan Doyle, el creador del detective Sherlock Holmes, que tras la pérdida de un hijo en la Primera Guerra Mundial había desarrollado un fuerte interés hacia el espiritismo y los fenómenos psíquicos. A diferencia de Holmes, que hubiera sospechado inmediatamente de ellas, Conan Doyle no dudó ni un momento y se convirtió en un decidido partidario de la autenticidad de las fotos y de la existencia de las hadas. Prueba de que los personajes de ficción son a veces mucho más sensatos que sus creadores. Conan Doyle escribió un libro sobre las hadas de Cottingley y consiguió que las niñas hicieran tres fotos más: Frances con un hada saltarina, un hada de grandes alas ofreciendo a Elsie un ramillete de campánulas y un trío de hadas tomando un baño de sol. Pese a que en todas ellas las hadas tenían una apariencia bidimensional y acartonada, la polémica no acabó de zanjarse hasta 1983, cuando las ancianas Frances y Elsie confesaron con voz trémula que las tan cacareadas hadas eran simples recortes procedentes de libros de cuentos, que habían prendido con alfileres de los matorrales. Tampoco creo en ellas, claro está. Pero me gusta su aspecto alado, primaveral, refrescante. Y me intriga la incredulidad general que los adultos sentimos hacia ellas, en comparación con la ciega devoción que algunos profesan por seres no menos hipotéticos, aunque más enjundiosos. En un artículo publicado en EL PAÍS semanal en abril de 1994, Rosa Montero escribió: "Me gustaría saber quién ha decidido que no existen las hadas. Ni los gnomos, los elfos, los trasgos y demás habitantes del mundo crepuscular. Ya sé que no hay manera empírica de demostrar la existencia de estas criaturas fantásticas, pero tampoco hay manera de demostrar la existencia de Dios, y fíjense ustedes en la cantidad de partidarios que tiene".

Vicente Muñoz Puelles es escritor.

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