Tribuna:

Cometografía valenciana

Entre las razones que los suicidas esgrimen para quitarse la vida, el miedo a los cometas es una de las menos consistentes. En mayo de 1910, la cíclica visita que cada 76 años nos hace el cometa Halley fue anunciada en Valencia, como en otras partes, a bombo y platillo. Discutían unos, con esa megalomanía que nos caracteriza, y que nos lleva a creer que el III Milenio sólo puede transcurrir aquí, y no en Rotterdam -milagro es que nos guiemos por el horario de Greenwich, y no por el del Miguelete-, si caería en la ciudad, como un meteorito cualquiera, o sólo nos rozaría con su cola. Los más pes...

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Entre las razones que los suicidas esgrimen para quitarse la vida, el miedo a los cometas es una de las menos consistentes. En mayo de 1910, la cíclica visita que cada 76 años nos hace el cometa Halley fue anunciada en Valencia, como en otras partes, a bombo y platillo. Discutían unos, con esa megalomanía que nos caracteriza, y que nos lleva a creer que el III Milenio sólo puede transcurrir aquí, y no en Rotterdam -milagro es que nos guiemos por el horario de Greenwich, y no por el del Miguelete-, si caería en la ciudad, como un meteorito cualquiera, o sólo nos rozaría con su cola. Los más pesimistas, que eran los partidarios del impacto, elucubraban sobre las consecuencias de éste, que iban desde la proclamación de la II República o la pérdida de las pocas colonias que nos quedaban hasta el deterioro de las cosechas, y sobre el lugar preciso de la caída, que unos situaban en la plaza de Emilio Castelar y otros en la estación de Aragón, en el Grao o en la mismísima catedral, lo que a efectos prácticos, y dado el enorme tamaño del cometa, cuya cola medía por sí sola al menos 800 millones de kilómetros, venía a ser exactamente lo mismo. Los que creían que el cometa caería en la catedral llegaron a proponer el traslado del Santo Cáliz y otras reliquias que allí se conservan, como la nuez del cuello de San Pedro, una de las flechas con que asaetearon a San Sebastián y una piedra del portal de Belén, a un lugar más seguro. Los que, por el contrario, estimaban que caería en la plaza de Castelar apelaban al sentido cívico para salvar reliquias no menos emblemáticas y fidedignas, como las herrumbrosas espuelas del rey Jaume I y el maltrecho bocado de su caballo, orgullo del Archivo Histórico Municipal. Otros, relativamente más optimistas, afirmaban que el cometa sólo nos rozaría con su cola incandescente, pero que sus turbulencias y sus vapores nocivos provocarían de inmediato inundaciones pavorosas, terremotos de inusitada violencia, enfermedades venéreas desconocidas y epidemias generalizadas de cólera y peste bubónica. En una botica de la Bajada de San Francisco, un droguero avispado se enriquecía vendiendo píldoras anti-cometa, hechas de harina de pescado y chufa en polvo, como medicina preventiva contra los supuestos desastres. En las inmediaciones del mercado Central, un buhonero pregonaba las excelencias de un agua milagrosa que según decía había sido embotellada directamente en el río Jordán, y que debía hacer invulnerables a sus consumidores. Función similar tenían unos huesos de santo, confeccionados con yemas de faisán, que sólo servían las pastelerías más selectas a sus más adinerados clientes. Las autoridades estaban desoladas. Se hablaba de cerrar la Exposición Regional Valenciana, que recientemente había sido convertida en nacional, y de suspender los preparativos de la Feria de Julio. Fue entonces cuando, en el paraninfo de la Universidad, el cometógrafo Cotarelo dio una conferencia pública ante un cuantioso público, impresionado por los siniestros presagios de la prensa, y fue calurosamente aclamado al asegurar que estaba convencido de que no pasaría nada. Tanto éxito tuvo que Canalejas, entonces jefe del gobierno, le pidió que para tranquilizar los ánimos repitiese esa conferencia en otras poblaciones del país. Pero, a medida que se acercaba la noche fatídica del 19 de mayo, en que la aproximación del cometa debía producirse, la inquietud general aumentaba. "¿Y si Cotarelo se equivoca?", se preguntaban los principales diarios. Y hubo uno que llegó a proclamar que el cometógrafo no arriesgaba nada. Si acertaba con su pronóstico, merecería todos los honores. De lo contrario, padecería las mismas desdichas que los otros. De ahí que siguieran llenándose las iglesias, las tabernas, los lupanares. Quien tenía tiempo para un placer más, incurría en él e iba corriendo a su parroquia, para estar seguro de morir con el cuerpo satisfecho, y además confesado. "Un punto de contricción da al alma la salvación", como dice el Tenorio con encomiable pragmatismo. No ocurrió nada, por supuesto, y el cometa llegó y se fue como una exhalación. Sin embargo, algunos no habían podido resistir la tensión. Copio la noticia que publicó El Imparcial de Madrid el 19 de mayo: "Valencia, 18 (4.20 de la tarde). Durante la madrugada última, Valentín Miralles, de 68 años, vigilante nocturno de la estación de Aragón, estuvo discutiendo con otros empleados que le referían el suicidio de un niño de once años, que se había arrojado a una acequia por miedo a la cola del cometa. Valentín parecía muy afectado, y decía que aquel niño había sido muy listo, porque se había adelantado a todos, y que por su parte él estaba convencido de que el cometa iba a caer allí mismo, en la propia estación. Los compañeros de Valentín lo dejaron solo en los andenes, y cuando uno de ellos volvió allí una hora después, lo encontró ahorcado con un cordel que había atado al pasamanos de un vagón. El suicida tenía en un bolsillo una carta en la que decía que se mataba por no esperar el fin del mundo". A la mañana siguiente todo eran misas de acción de gracias, y el Consistorio decidió conceder las llaves de la ciudad al cometógrafo Cotarelo, "por haber sabido infundir calma y entereza a los naturales de esta ilustre urbe". Cosas así sólo son posibles en Terra Mítica.

Vicente Muñoz Puelles es escritor.

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