Tribuna:

Tour de mutantes

Eran perversamente largas las tardes de julio, perezosas como la mosca que paseaba por el cristal de una acuarela del Foro romano, correosas como una contrarreloj infinita. Porque antiguamente, es decir, hace treinta años, había más moscas, y el Tour era más titánico cuando los hermanos Galera, de Armilla, Granada, atacaban y conquistaban los Alpes y los Pirineos, y eran campeones Julio Jiménez y Luis Ocaña, monstruos del ciclismo en aquellas tardes de goma caliente: había que ser un héroe, como un ciclista escalando el puerto de la Madeleine o el Galibier, para no desfallecer de aburrimiento ...

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Eran perversamente largas las tardes de julio, perezosas como la mosca que paseaba por el cristal de una acuarela del Foro romano, correosas como una contrarreloj infinita. Porque antiguamente, es decir, hace treinta años, había más moscas, y el Tour era más titánico cuando los hermanos Galera, de Armilla, Granada, atacaban y conquistaban los Alpes y los Pirineos, y eran campeones Julio Jiménez y Luis Ocaña, monstruos del ciclismo en aquellas tardes de goma caliente: había que ser un héroe, como un ciclista escalando el puerto de la Madeleine o el Galibier, para no desfallecer de aburrimiento en el sopor y el silencio de la casa que dormía la siesta, mientras llovía en el televisor, sobre el pelotón, en una carretera entre Frontignan y Carpentras. Lo único que pasaba en julio era la carrera ciclista en Francia y la paga extraordinaria del ominoso Franco. Entonces volaron poéticamente las hojas del almanaque, y pasaron Fuente, Arroyo, Delgado, Induráin. Nunca llega Abrahán Olano, un corredor completísimo, dicen, pues destaca por igual en todos los terrenos: ni sube en la montaña, ni esprinta en la meta, ni llanea, ni es buen contrarrelojista. Los ciclistas, que apenas si lucían en el maillot una cinta con la marca patrocinadora, Kas y Bic, son hoy una coraza de etiquetas: anuncios de bancos, compañías de seguros, relojes, teléfonos y mensajerías, organizaciones benéficas, casinos, hipermercados, industria textil. Y para soportar semejante carrocería, parece que hay que ser fuerte: ser una máquina magnífica, bien alimentada y lubrificada con los más estudiados combustibles. El Tour era un laboratorio móvil de medicinas que inflaman la sangre y vuelven el corazón un motor capaz de saltar de una velocidad de almeja a una frenética lentitud de bólido de carreras, porque detrás de los ciclistas hormiguean los auténticos personajes de la historia, una Sorbona de traficantes científicos, jeringuistas, mecánicos de leucocitos y los glóbulos rojos, jueces y comisarios. El verdadero entendido del ciclismo actual es aquel que, a la vista de las clasificaciones, y conocedor de las astucias químicas de cada campeón y cada equipo, deduce qué laboratorio es líder en el mejoramiento farmacológico de los atletas. Yo no entendía de ciclismo: pensaba que nuestro campeón local, Joaquín Galera, aunque perdiese día tras día todos los minutos del mundo, ganaría el maillot amarillo en una escapada fulminante en el Aubisque o en aquel Mont Ventoux donde se asfixió, anfetamínico, Tom Simpson, ciclista inglés. Perdí ese tipo de esperanzas ingenuas, pero el Tour me ha seguido engañando julio tras julio. Ahora parece ser una epopeya de mutantes, hombres-anuncio, tubos de ensayo en bicicleta. Veo el Tour por televisión, y lo que veo es el trabajo de la química en la sangre de los ciclistas, la intoxicación saludable de los campeones, un espectáculo sin misericordia, repulsivo. Y los ciclistas peladean, y el esfuerzo, el dolor real, los descompone, les desfigura la cara, les empapa y les abre el maillot, los destroza.

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