Tribuna:

La France c´ est moir

Mezclen ustedes las palabras moi y noir, y les saldrá la palabreja que les he puesto ahí arriba en último lugar. En un cursillo acelerado de francés, les diré que moi significa yo y que noir es negro. Seguro que muchos de ustedes no lo sabían, ahora que lo del francés ya no se estila y que se le considera una lengua caduca, local e imperialista. De ahí mi petit dictionnaire, pues ya me me los suponía volcados al inglés, que como es bien sabido no es la lengua del imperio, sino la del universo, y ahí entramos todos. ¡Ay!, el alma tiene esa asombrosa facilidad para fabricarse sus containers, de ...

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Mezclen ustedes las palabras moi y noir, y les saldrá la palabreja que les he puesto ahí arriba en último lugar. En un cursillo acelerado de francés, les diré que moi significa yo y que noir es negro. Seguro que muchos de ustedes no lo sabían, ahora que lo del francés ya no se estila y que se le considera una lengua caduca, local e imperialista. De ahí mi petit dictionnaire, pues ya me me los suponía volcados al inglés, que como es bien sabido no es la lengua del imperio, sino la del universo, y ahí entramos todos. ¡Ay!, el alma tiene esa asombrosa facilidad para fabricarse sus containers, de manera que realidades similares puedan ser aparcadas en lugares distintos y dejarnos tan anchos. Y si el inglés lo aprendemos en Irlanda, no vean lo lejos que nos queda entonces el container del imperio. Se nos convierte de inmediato en la lengua de la rebelión: basta con un yes y con un anillo perforando el tabique nasal. Sin embargo, les confesaré que con mi Montaigne, mi Pascal, mi Racine y mi Proust me siento, no sé si acorde con el Universo, pero sí divino. Y que cuando los leo, no necesito para nada recurrir al diccionario de inglés, de manera que a mi divinidad no le urge el conocimiento de esta lengua. Sí, es cierto que también con el inglés de algunos me puedo sentir divino, pero ese es otro container, y otro artículo para mejor ocasión. Ahora estamos con la France y con esa divisa absolutista que yo he adulterado en mi título. En realidad no era la France, sino el Estado el que era yo, es decir, el Soberano absoluto. Pero estamos en tierra de infieles, y a saber lo que me hubieran entendido si hubiera puesto en el título la palabra Estado, que, como bien sabemos, sólo hay uno y empieza en los Pirineos, o sea, en África, que también es noir. Además, adoro la France, y dado que mi Nigeria dejó de bailar ya en su segundo partido, estoy muy contento porque los gavachos hayan conquistado la Copa del Mundo. No entiendo, la verdad, ese afán por que ganara Brasil el Mundial de fútbol. Ya lo había ganado unas cuantas veces y tampoco está bien que siempre lo ganen ellos. Quizás todo ese fervor brasileiro se debiera a un cierto espíritu de solidaridad con el Tercer Mundo, y apostar por Brasil fuera políticamente más correcto que hacerlo por la France, es decir, por nosotros mismos. Pero, nain. Visto el talante de algunos de los desconsolados por la victoria francesa, no veo ahí más solidaridad que la que se puede sentir por el abrasador efecto de la canícula. De boyantes hombres de negocios que carecen de solidaridad hacia sus empleados, no sé que clase de solidaridad se puede esperar para con el carnaval de Río, que es la imagen que encierra para ellos al paraíso de las mulatas. Sí, se dicen de izquierdas, pero a nada que rasque uno un poco descubre que son casi tan de izquierdas como el cura Santa Cruz, que es una forma de ser de izquierda alegre y combativa. ¡Cómo no van a odiar a Francia! Y qué equipo. Estaba tan lleno de manchas como la piel de un leopardo, que es el animal que me gustaría ser el día que Ovidio se fije en mí. Dicen que con su victoria ha conseguido devolver la confianza a los franceses, pero ese equipo mestizo ha conseguido algo mucho más importante: en este estruendo simbólico, son los inmigrantes quienes han salvado a Francia. Es posible que con esto no cambien mucho las cosas y que, aunque descienda en las encuestas el número de franceses que se declaran racistas, el honor que les reste a los emigrados sea el que le pueda caber a su condición de nuevos gladiadores. Quizás, pero Francia reconoce ya que no sólo les da, sino que les debe. Y mucho. Si la Soberanía no recae ya en el monarca - moi, sino en el pueblo, los franceses tienen de nuevo la oportunidad de demostrarnos que ese pueblo es aquel que ellos contribuyeron a definir y conformar. Un pueblo de ciudadanos no fundado sobre el ius sanguinis, sino sobre el ius soli, en un país capaz de hacer suyos el vitalismo desencantado de Cioran y el vitalismo desenfrenado de Picasso. Para quienes nunca dejamos de pensar que, a la desesperada, siempre nos quedaría Francia, ver ese leopardo victorioso entonar la Marsellesa ha sido una buena noticia.

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