Tribuna:LA CRÓNICA

Devolución de Dalí

El acontecimiento del año en la cultura catalana es la publicación del libro La vida desaforada / excessiva de Salvador Dalí (Anagrama / Empúries). De muchos años, tal vez: ningún artista o intelectual del país tiene una biografía como la que ha escrito Ian Gibson. La circunstancia, por supuesto, no concita más que indiferencia. Ni siquiera ha aparecido esta vez el anzuelo con que los publicistas tratan de pescar las descarriadas almas literarias: "Se lee como una novela", dicen de las biografías, cuando debieran decir "Se lee como una vida", rara categoría que muy pocas novelas alcanzan. Gib...

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El acontecimiento del año en la cultura catalana es la publicación del libro La vida desaforada / excessiva de Salvador Dalí (Anagrama / Empúries). De muchos años, tal vez: ningún artista o intelectual del país tiene una biografía como la que ha escrito Ian Gibson. La circunstancia, por supuesto, no concita más que indiferencia. Ni siquiera ha aparecido esta vez el anzuelo con que los publicistas tratan de pescar las descarriadas almas literarias: "Se lee como una novela", dicen de las biografías, cuando debieran decir "Se lee como una vida", rara categoría que muy pocas novelas alcanzan. Gibson nos ha devuelto a Dalí. Gracias a su trabajo ya sabemos que es uno de los grandes del mundo y que su talento relampaguea en un camino muerto de la cultura catalana. Muerto, ¡pero cómo relampaguea! Se pregunta, por ejemplo, el irlandés de Restábal por qué los periodistas españoles -salvo la alta excepción de Lluís Permanyer- nunca le preguntaron a Dalí por el sexo, que era lo mismo que preguntarle por el culo. La respuesta es mucho más compleja y mucho menos inofensiva de lo que parece. Explica por qué no teníamos a Dalí y por qué Gibson ha tenido que devolvérnoslo. En realidad, los españoles nunca preguntaron nada a Dalí. Al menos, después de 1939. La izquierda lo tenía prohibido. Dalí había gritado "¡olé!" cuando mataron a Lorca. (Hemos tardado en saber qué celebración del apareo lorquiano con la muerte ese olé simbolizaba). Dalí pintaba corceles blancos para Carmencita Franco (fue descorriendo el telón, en ese acto, cuando el abuelo, ante la mirada expectante del salón repleto, pronunció la palabra inmortal: "Polémico"). La derecha tampoco preguntó nada. Polémico. Colgaba sus cuadros de las paredes cerúleas de las comisarías, pagaba generosamente su precio y fin de fiesta. Dalí era muy gracioso. Una vez le preguntaron esto: "¿Quién es, a su juicio, el mejor escritor español?", y contestó esto otro: "Francisco Franco". Luego añadió: "Lástima que escriba tan poco". Así pues, Dalí permaneció desde el final de la guerra civil en un estruendoso silencio. Y así murió. En silencio hasta el libro de Gibson. Los capítulos que describen su paso por las vanguardias europeas son inequívocos: Dalí fue la vanguardia. Por delante de Buñuel, por delante de Lorca, por delante de Breton. Él fue el único que vio la necesidad de dotar al surrealismo de una dinámica. Breton y los suyos insistían en exprimir el inconsciente con el artefacto del automatismo. Dalí quería conquistar el inconsciente, pero prefirió el cinismo. Otro ismo. La devolución catalana de Dalí que ofrece Gibson no es menos espectacular, aunque sí más hiriente. En 1923 alguien clamaba en Barcelona contra el putrefacto Guimerà. Los espíritus ígneos que lean hoy su conferencia del Ateneo o los artículos de L"alliberament dels dits (el volumen de Quaderns Crema que recoge su deslumbrante prosa catalana) compararán con dolor: hoy el putrefacto, él como tantos, sólo recibe revisitaciones y graves asentimientos: "Quanta modernitat oculta hi ha en Guimerà...". El Dalí que viene a partir de los años cuarenta repugna a Gibson, canónico biógrafo de Lorca. Le repugna de una manera tan intensa y angustiada que leyéndole, y enfrascado en los fascinantes vericuetos psicoanalíticos de su obra, he acabado por pensar si su Dalí de posguerra no está pagando una terrorífica ucronía con la que quizá Gibson haya fantaseado: la de un Lorca envejecido y convertido en Antonio Gala. Aunque es un vericueto secundario. Lo importante es que Gibson desprecia a ese Dalí por fascista y putrefacto. Sin embargo, es un biógrafo honrado y adjunta los hechos. Y los hechos pueden ser interpretados de otro modo, con otra densidad. De los bigotes del Dalí franquista cuelgan los dólares y una pútrida indiferencia ante el mal. Y decenas de cuadros que sólo formalizan un hastío helado. Pero no hay que menospreciar la libertad y la irreverencia con la que vivió bajo el franquismo. Y el contenido de sus happenings, bromas, grandes bromas de posguerra, imaginativas y tristes, con su pus y con su risa, que alguna vez habrá que leer más despacio. Lo cierto es que el gran Salvador Dalí Doménech no aspiró jamás a la ingrávida redención civil que sí logró Picasso, amado por los desposeídos y financiado y amado por los poderosos. Como no aspiró al amor -ni al amor de sí mismo pudo aspirar, revuelto en su vergüenza (shameful)-, Dalí volvió a este país sucio y sanguinario para mezclarse. Pero no habitó, hasta morir, en la casa de nadie. Quisiera insistir en que Gibson ha escrito un libro formidable.

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