Editorial:

Gol

LA COPA del Mundo de fútbol, el último Mundial del siglo XX, que comienza hoy en Francia, va a ser la gran ceremonia de masas que consagre la globalización del mayor deporte-espectáculo que los siglos han conocido. Los 24 años de mandato del presidente del fútbol internacional, el brasileño Joöao Havelange, al que acaba de suceder su delfín, el suizo Joseph Blatter, han sido los de la transformación de un deporte popular, pero sectorializado, en un fenómeno casi planetario. Hace un cuarto de siglo, el fútbol era ya el gran deporte-espectáculo europeo y latinoamericano. Pero en este tiempo se h...

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LA COPA del Mundo de fútbol, el último Mundial del siglo XX, que comienza hoy en Francia, va a ser la gran ceremonia de masas que consagre la globalización del mayor deporte-espectáculo que los siglos han conocido. Los 24 años de mandato del presidente del fútbol internacional, el brasileño Joöao Havelange, al que acaba de suceder su delfín, el suizo Joseph Blatter, han sido los de la transformación de un deporte popular, pero sectorializado, en un fenómeno casi planetario. Hace un cuarto de siglo, el fútbol era ya el gran deporte-espectáculo europeo y latinoamericano. Pero en este tiempo se ha extendido con niveles de fervor inigualables a casi toda África, ha hecho grandes progresos en Asia y puesto una primera pica en los ariscos Estados Unidos.El mismo hecho de que el gran deporte mundial sea una invención británica, genialmente desarrollada por los europeos del sur, especialmente Portugal, España e Italia, que colonizaron América Latina, tiene un indudable eco geopolítico. Estados Unidos, la única superpotencia existente, que impone su estilo en tantas cosas, no ha acreditado ninguno de sus deportes autóctonos como máximo furor del hincha universal.

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El fútbol ha dejado de ser sólo un deporte para convertirse en una industria que mueve al año unos 250.000 millones de dólares, cerca de diez veces los ingresos anuales brutos de España por turismo, y despierta unas pasiones que -sobre todo en tierras calientes de América, pero también entre los presuntos flemáticos igleses- han dado lugar a algún derramamiento de sangre.

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Francia ha hecho un esfuerzo notable para acoger la competición y garantizar su seguridad, su belleza y su éxito. Por ello, sería lamentable que la huelga de pilotos de Air France, ayer aún no resuelta, hiciera pagar, justos por pecadores, a los millones de visitantes de la gran fiesta del balón.

España, que no tiene cultura ganadora en el fútbol mundialista, se presenta, sin embargo, este año con mayores expectativas que nunca. Y aunque el fútbol tiene su propia autonomía funcional, es cierto que, de un lado, la sucesión de grandes éxitos deportivos -como el reciente doblete español de Roland Garros o la séptima Copa de Europa del Real Madrid-, y de otro, la seria planificación del deporte español que se inauguró con los Juegos de Barcelona, han creado la sensación generalizada de que ésta puede ser la buena . Todo ello, siempre con permiso de quienes no sienten especial devoción por esta práctica deportiva, y a quienes legítimamente les puede parecer que el mundo se está pasando con esto del fútbol. Sea como fuere, que en Francia gane el mejor. Y va en serio.

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