Tribuna:

La herida

LUIS DANIEL IZPIZUA Los proyectos que humillan y hacen sufrir son peores que los que buscan léxicos para prácticas no humillantes; aquellos que tratan de nivelar valores e intereses privados al objeto de "nacionalizar" el país, es decir, uniformizarlo, son peores que los que buscan nivelar las condiciones sociales a fin de obtener más igualdad de oportunidades para que todos y cada uno podamos ser realmente como quisiéramos ser. Lo dice así Mikel Azurmendi en su libro La herida patriótica, recién publicado. Un libro para la reflexión, aunque sospecho que será objeto de anatema. Su mérito fund...

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LUIS DANIEL IZPIZUA Los proyectos que humillan y hacen sufrir son peores que los que buscan léxicos para prácticas no humillantes; aquellos que tratan de nivelar valores e intereses privados al objeto de "nacionalizar" el país, es decir, uniformizarlo, son peores que los que buscan nivelar las condiciones sociales a fin de obtener más igualdad de oportunidades para que todos y cada uno podamos ser realmente como quisiéramos ser. Lo dice así Mikel Azurmendi en su libro La herida patriótica, recién publicado. Un libro para la reflexión, aunque sospecho que será objeto de anatema. Su mérito fundamental radica en que va limando capa a capa toda una costra de prejuicios, de escamas que encapsulaban lo indecible, lo que no se puede decir. De esta manera, desbroza terrenos para la libertad, y ya sólo por ello este libro es también un acto de civismo. Yo no sé si en Euskadi había cosas que no se podían pensar, pero sí estoy convencido de que había cosas que no se podían decir. No se trataba de exabruptos o desafueros, sino de cosas razonables, o al menos tan razonables como las que sí se podían decir. Y no se podían decir no porque alguien las prohibiera de forma taxativa, sino por algo mucho más sutil, porque habíamos acotado el espacio del discurso y habíamos dado por buenos los límites que le habíamos impuesto. Pueda ser que eso fuera fruto de lo que denominamos consenso, pero, vistas algunas reacciones, quizás tengamos que sospechar que el miedo, un miedo difuso e inconfesable, tuviera también algo que ver en el asunto. Sospecho, igualmente, que a este libro, sin necesidad de leerlo, le colgarán también otra etiqueta, la del nacionalismo español, ese espantajo que tanto airean ahora y que algunos están dispuestos a arrojarlo sobre todo aquel que levanta el dedo. Para comprobar la eficacia del espantajo, y para disipar toda duda sobre el nacionalismo del libro, basta la lectura del capítulo ¿España o Euskadi? Un niño a la deriva. En él se nos dice que el niño "nacional" -sea español, vasco o chino- siempre es un naufragio del arte de narrar. Y lo es porque se pretende forjado sobre una historia mal narrada, dirigida, digamos teledirigida. Es lo que fue, y lo que fue es ya lo que será, de forma que en la sucesión de imágenes de esa linterna mágica en la que se inserta, imágenes que son siempre variaciones de un mismo acontecer esencial, toda aventura personal, toda narración individual es, más que una quimera, un non placet que queda impreso para siempre en el Rh. Clara muestra de todo ello nos la da la carta de un lector publicada en otro periódico vasco. En ella, tras pedirles a los pagazaurtunduas, juaristis y savateres que se callen y nos dejen en paz con sus estulticias (sic), el estimado lector nos regala con un discurso no muy alejado de aquellos que abren las puertas al fascismo. ¡Claro que hay vascos y vascos!, clama nuestro encantador pazguato. Eso sí, no por cuestión de razas o de sangre -¡ay!, su segundo apellido nos lo delata mestizo, que de no serlo...- sino porque un pueblo es un grupo humano que tiene sus señas de identidad, lengua , cultura, idiosincrasia, y quien no se sienta a gusto dentro de él, es decir, quien no acepte todo ese paquete como su seña de identidad prioritaria, ¡no tiene autoridad moral para autodenominarse miembro de dicho pueblo! De ahí el ostracismo, la exclusión o la eliminación media apenas un paso. Y díganme, en qué otro lugar podría aparecer una carta de esa índole sin que fuera de inmediato tachada de fascista. ¿Tiene paragón en algún otro sitio nuestra herida, nuestra enfermedad, esta pesadilla que es el pan de cada día? Porque lo grave de este ejemplo es que el autor de esa carta no es un fascista confeso. Se considerará un demócrata, e igual hasta de izquierdas. Y el contenido de su carta habrá tenido un alto nivel de asentamiento entre muchos lectores, como lo prueba el que haya sido publicada, y además en lugar preferente.

Su discurso, en realidad, es muy común por estos lares entre quienes son incapaces de plantearse la incoherencia de llamarse demócratas y decir al mismo tiempo esas cosas. Entre quienes encofran su identidad densa, entre quienes, si empuñaran las riendas de los asuntos públicos, constreñirían hasta los comportamientos más fútiles e íntimos de la vida privada de los ciudadanos, y reglamentarían espectacularmente la vida pública con vistas a desarrollar supuestas virtudes colectivas del alma idiosincrática del pueblo. Así se dice en el libro de Mikel. Así tendremos que seguir diciéndolo nosotros.

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