Tribuna

Saludo al campeón

Anoche, en Montjuïc, el Barça tuvo que vencer una tentación diabólica: la de convertir un partido de Liga en un acto protocolario. Los azares del campeonato le habían llevado a una ceremonia en la que debería enfrentarse a un belicoso rival que llegaba al estadio con una visión opuesta del problema: en pocas palabras, el Espanyol pretendía pelearse con un enemigo que sólo quería discutir. Al margen de semejante confusión intelectual, nadie podría poner en duda la buena voluntad de Luis Enrique y sus muchachos: puesto que llevaban la Liga bajo el brazo desde la semana pasada, se les exigía cump...

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Anoche, en Montjuïc, el Barça tuvo que vencer una tentación diabólica: la de convertir un partido de Liga en un acto protocolario. Los azares del campeonato le habían llevado a una ceremonia en la que debería enfrentarse a un belicoso rival que llegaba al estadio con una visión opuesta del problema: en pocas palabras, el Espanyol pretendía pelearse con un enemigo que sólo quería discutir. Al margen de semejante confusión intelectual, nadie podría poner en duda la buena voluntad de Luis Enrique y sus muchachos: puesto que llevaban la Liga bajo el brazo desde la semana pasada, se les exigía cumplir una misión paradójica. Deberían continuar la guerra después de haber conseguido la rendición incondicional. Cuando los jugadores saltaron al campo, decenas de comentaristas locales, forasteros y mediopensionistas ya habían enumerado los centenares de indicios, causas y argumentos que pudieran explicar el triunfo del equipo. Unos sostenían que la clave del éxito estuvo en la serenidad con que la junta directiva afrontó los diversos brotes de crisis, así que colgaron por la trompa al Elefante Azul y exhibieron los retratos de Núñez, Gaspar y Casaus como si fueran los Reyes Magos. Otros preferían señalar la determinación de Van Gaal, ese hermético pelirrojo que suele apostarse bajo la marquesina del banquillo y que, según convenga, se esconde en un cuaderno de notas o en un atormentado perfil de ex boxeador: hoy, por cierto, varios de los críticos que solían llamarle Van Maal dicen que aquella tozudez era sólo una forma de convicción profesional; de pronto se han olvidado de sus alarmantes síntomas de desorientación y han convertido al holandés errante en holandés rampante. Algunos, en fin han buscado los secretos de la victoria blaugrana en la política autonómica, en la perfidia arbitral, incluso en la astrología, y los últimos han buscado en el corazón razones que la cabeza no entiende.

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Es cierto que este campeonato de la regularidad ha parecido el más irregular de los campeonatos, con sus resultados simétricos, sus derrotas de cortesía y otros absurdos de la estadística; pero es igualmente indiscutible que, si el Barça tuvo algún desfallecimiento, sus enemigos se encargaron de compensarlo sufriendo puntualmente algún colapso mortal.

Además, es muy saludable echar un vistazo a la tabla y comprobar que el campeón ha conseguido su título después de marcar más de setenta goles. Todavía recordamos las sorprendidas declaraciones de Capello cuando, recién fichado por el Madrid, volvía a Italia para disfrutar de sus primeras vacaciones.

-El fútbol español es muy particular -di¡o-. Mientras que aquí suele ganar el Scudetto, el equipo menos goleado, allí puede ganarlo el máximo goleador. Ahora, esa ley tan saludable se cumple rigurosamente y nos permite recordar que, al margen de sus titubeos, el campeón ha acreditado una virtud definitiva: su permanente voluntad de ganar. Todavía recordamos esos zafarranchos de combate en los que, una y otra vez, los preferidos de Van Gaal y los pupilos de Cruyff se aliaban para atacar en oleadas sin volver la vista atrás.

Casi nadie ha dicho, pues, que el Barça ha ganado esta Liga porque, con todas sus veleidades tácticas, su extraño cuadro de alineaciones y su inconsistencia defensiva, ha tenido una cualidad de orden superior que sólo pertenece a los campeones. Podemos llamarla acometividad, pero siempre se llamó grandeza.

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