Tribuna:

De Barajas

Es una suerte y una ventaja para los madrileños tener tan cerca el aeropuerto; se entiende aplicado a quienes lo utilicen para salir, llegar o recibir a alguien. Hace poco han emplazado, algo más lejos, a las aeronaves de menor capacidad hacia Torrejón de Ardoz. Barajas disfruta de ese privilegio, muy de agradecer por quienes van o vienen. No lo tienen la mayor parte de las grandes ciudades, ni Barcelona, salvo los taxistas y algunos conductores muy avanzados, pues el recorrido, especialmente en hora punta, puede convertirse en una irremediable pesadilla. Aparte de que las indicaciones están e...

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Es una suerte y una ventaja para los madrileños tener tan cerca el aeropuerto; se entiende aplicado a quienes lo utilicen para salir, llegar o recibir a alguien. Hace poco han emplazado, algo más lejos, a las aeronaves de menor capacidad hacia Torrejón de Ardoz. Barajas disfruta de ese privilegio, muy de agradecer por quienes van o vienen. No lo tienen la mayor parte de las grandes ciudades, ni Barcelona, salvo los taxistas y algunos conductores muy avanzados, pues el recorrido, especialmente en hora punta, puede convertirse en una irremediable pesadilla. Aparte de que las indicaciones están escritas en catalán -bastante comprensibles-, aparecen, son sustituidas y surgen de nuevo, mientras el viajero inexperto se ve absorbido por la implacable marcha de miles de coches que impiden o dificultan la elección del camino. Las rutas alternativas para obviar el centro de la ciudad, si se pretende ir a otra parte, sólo valen para el oriundo expresamente informado.Regresemos a Barajas, que se está convirtiendo en una asignatura enrevesada, en especial cuando de ahí partimos. En el fondo, las cosas funcionan decorosamente, y echando un vistazo a la tarjeta de embarque y otro a los paneles indicadores se encuentra la conveniente puerta de salida. Una precaución que debe tomar el viajero es la de conocer, con certeza, el lugar donde chequear el pasaje y consignar la maleta, si la lleva. Hay multitud de compañías aéreas, muchas de ellas aún desconocidas. La profusión en la oferta está multiplicada, pero limita el uso cuando sacamos billete, pues los boletos, en el caso de ida y vuelta, son válidos para aquella compañía exclusivamente. Cuando uno viaja solo -que suele ser mi caso- se ve preso de la inercia del rebañismo, se le aflojan las cautelas habituales y cae, con facilidad, en el dispendio. Sobre todo si llega con anticipación o el vuelo se retrasa, siempre por causas distintas de la verdadera. Sin ganas, tomamos café, una cerveza, un refresco, compramos el periódico diario, que no es el habitual y del que quizá hubiéramos prescindido; el libro novedoso que no habríamos comprado estando en nuestros cabales. El viajero sin equipaje de mano está más inclinado al despilfarro ante el tiempo muerto, en el que no sabe qué hacer. Salvado el control de la Guardia Civil, topamos con algunos puestos de prensa o tiendas de golosinas que nos tientan irremediablemente.

En la antesala del embarque suele prevalecer el silencio, a menos que acoja a un bullicioso grupo de jugadores de fútbol o baloncesto de ambos sexos. Por los altavoces truena la voz que anuncia las salidas, que se suceden con brevísimas pausas. Desde hace relativamente poco, esta información se proclama en español e inglés, la primera lengua dicha con premura, como si el locutor tuviera urgencia de estar en otro sitio. Con impecable acento oxfordiano transmiten los mismos datos. Ya en el avión, escucharemos los sólitos mensajes, a los que se añaden los idiomas autonómicos de nuestro destino; el vasco o el catalán, quizá también el gallego. Una aflicción creo que innecesaria, porque si nos advierten que el destino es Sevilla y nuestra meta era Valencia o Asturias, escasas son las posibilidades de remediar el error. La circunstancia es difícil porque ahí está el trámite de salida, donde revisan nuestros billetes uno a uno.

Hice el trayecto Madrid-Barcelona en fechas recientes, en uno de esos vuelos de empresas rivales que hacen ofertas tentadoras, casi irresistibles. Tomar el avión es cosa rutinaria, aunque, en esta ocasión, reservara dos variantes nuevas para mí. Se ofreció a bordo un fugaz tentempié.

La segunda sorpresa era que, entre las tres o cuatro azafatas que cubrían la atención del pasajero, siempre con la simpática sonrisa puesta, una vestía pantalones largos, novedad para un servidor. Como la ignorancia se cura preguntando, la gentil aeromoza me informó de que la adopción de esa prenda tenía más de un año de edad. "Nos resulta muy cómodo", informó, acentuando la sonrisa.

El regreso fue una penosa caminata por los largos pasillos para alcanzar la ansiada puerta de salida, para lo que es precisa una fortaleza más que regular. Las penalidades incrementan la satisfacción del regreso al hogar, dulce o ácido hogar.

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