Tribuna:VISTO / OÍDO

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La obsesión por el documento empezó en la guerra. Nació la palabra "indocumentado": "Persona sin arraigo ni respetabilidad"; "ignorante, inculto". Hubo tiempos en los que "se viajaba por Europa con una tarjeta de visita", me decían. El documento único era la cédula: de varios precios porque también era el impuesto único. La guerra y la posguerra me hicieron acaparar papeles: para no ser indocumentado: reo de cualquier cosa, hasta de muerte. Los documentos personales tienen ya un valor inmaterial: la compraventa de sus datos. No del ser en sí, sino de sus datos. Una piscina vendió datos de sus ...

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La obsesión por el documento empezó en la guerra. Nació la palabra "indocumentado": "Persona sin arraigo ni respetabilidad"; "ignorante, inculto". Hubo tiempos en los que "se viajaba por Europa con una tarjeta de visita", me decían. El documento único era la cédula: de varios precios porque también era el impuesto único. La guerra y la posguerra me hicieron acaparar papeles: para no ser indocumentado: reo de cualquier cosa, hasta de muerte. Los documentos personales tienen ya un valor inmaterial: la compraventa de sus datos. No del ser en sí, sino de sus datos. Una piscina vendió datos de sus 10.000 afiliados a un, instituto odontológico. Mi perplejidad de diplodocus: que una piscina tenga 10.000 personas registradas para meterse en el agua o poner las tetillas al sol; que una clínica crea que comprando datos compra clientes; que quien recibe la propaganda se indigne: se vea descubierto porque sus datos los poseen otros. Hemos confiado a "los papeles" -a veces el guardia civil no dice "ídentifíquese" sino "A ver, los papeles": el tono ya marca al sospechoso-: la autoridad quiere aumentarlos con una banda magnética donde consten enfermedades, cuentas, afiliación social... Hay países sin papeles. Los ingleses presumen de ello. Y los africanos: desnudos, no tienen dónde llevarlos. Pero se miran la nariz. Más alargada, algo torcida, distingue al hutu del tutsi: se miran las narices y se matan. Un alemán miraba el prepucio de otro: mataba al circunciso. No se sabe qué rasgo nos hace reos de muerte. En mi horrorizada casa se contaba, en 1936, que a don Pedro Muñoz Seca le reconoció en Barcelona, por el bigote, un actor canalla al que no dio papel: le denunció y le mataron. Entre rojos -si se supiera qué personas más inesperadas son los rojos: los que lo ocultan- se distingue, por la conjura, entre Anson y Pedro J. Ramírez: Anson, dicen, le escondería a uno hasta que pasase todo, pero Pedro gritaría "¡a ése, a ése!". No está claro. En las crisis muchos que salvaban, menos que denunciaban: y no eran los que uno se imaginaba. Ah, rojos o fachas, fueron más los que ayudaron, escondieron, dieron víveres o dinero, ayudaron en las fugas, que los asesinos: volvería a ser así. (Bach, mi bulldog, ronca mucho; se apoya, dormido, en Trotski, mí bóxer (-nótese el posesivo: soy su autorídad- "¡Indocumentados!", les digo. Es falso: metieron un chip en su piel. Imagino que es un ensayo en perros para chiparnos, valga el verbo, un día, a nosotros).

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