Tribuna:

Jueces y pueblo

La Constitución, con intuición certera y frase poco afortunada, que puede sonar a Pshukanis tanto como a Savigni, dice que la justicia emana del pueblo; la realidad es que nunca sus administradores han estado tan lejos como ahora de la conciencia popular. Ya sabemos que la mayoría de los jueces españoles son prudentes, honestos y competentes, pese a los graves defectos de una formación que no está a la altura de lo que el tiempo exige de sus tareas. Ya sabemos que están desbordados por el trabajo, más que cualquier otro funcionario público. Ya sabemos que, si los medios materiales con que cuen...

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La Constitución, con intuición certera y frase poco afortunada, que puede sonar a Pshukanis tanto como a Savigni, dice que la justicia emana del pueblo; la realidad es que nunca sus administradores han estado tan lejos como ahora de la conciencia popular. Ya sabemos que la mayoría de los jueces españoles son prudentes, honestos y competentes, pese a los graves defectos de una formación que no está a la altura de lo que el tiempo exige de sus tareas. Ya sabemos que están desbordados por el trabajo, más que cualquier otro funcionario público. Ya sabemos que, si los medios materiales con que cuentan han mejorado mucho en los últimos tiempos, los instrumentos procesales no responden ni a la cuantía de los asuntos a resolver ni al ritmo con que debieran ser resueltos. Y, dicho todo eso, el ciudadano medio se encuentra asombrado cuando no escandalizado y su confianza en la administración de justicia, pieza clave del Estado de derecho, es cada vez menor.Primero, por cómo actúan las estrellas de la judicatura y de la fiscalía. Sancionados en gran medida, siempre a la gresca entre sí, dedicados -a las más asombrosas y testimoniales tareas planetarias cuando se tarda tanto en barrer la propia casa. Piense el lector por un momento si otras piezas, claves también, pero menos importantes del Estado, como la cúpula militar, la inspección fiscal o los funcionarios responsables de la sanidad pública, adoptaran una actitud semejante. ¿Sería aceptable que el JEMAD usase ante el Congreso de los Diputados el tono que el fiscal general empleó en sus asombrosas respuestas de anteayer? ¿O que los almirantes se comportasen entre sí como algunos jueces de la Audiencia Nacional? ¿O que el número de los sancionados y la ineficacia de las sanciones por faltas deontológicas o de mala práctica fuera tan elevado entre los médicos responsables de la sanidad pública? ¿Y cómo es que no parece gravísimo en la administración de justicia lo que se calificaría de preguerra civil si se diera en el mundo de la defensa o de emergencia nacional si ocurriera en el de la medicina? Algo así no puede causar sino escándalo en la opinión, que la pésima articulación entre justicia y medios informativos no hace sino agravar.

Segundo, pasemos del quién y del cómo al qué. La independencia de la justicia no quiere decir que su administración sea una pieza ajena al resto del Estado y de la sociedad, hermética a la razón de aquél y a la conciencia de ésta. Si fuera así, terminaría siendo repelida por ambos, como cuerpo extraño, con daño, ciertamente, de todos. Pero hay testimonios sobrados en los últimos años de que jueces y magistrados clave han sido sordos a la más sana y evidente Razón de Estado. Una Razón que no es, claro está, la del Gobierno o la oposición de turno y que una administración de justicia independiente debe saber detectar, dialogar y modular. Después hay sentencias, especialmente en la jurisdicción penal, en que la loable preocupación garantista lleva a conclusiones incomprensibles para el ciudadano medio, al que meses, cuando no años, de secretos sumariales violados y publicidad del proceso han convencido de la atrocidad del delito, que después queda prácticamente impune. La buena justicia no es la popular; debe ser la de los jueces. Pero para que el derecho de los juristas no sea un cascarón vacío, éstos han de sintonizar, es decir, formar primero e identificarse después, con la conciencia ciudadana del derecho y la justicia. Si no, ¡ay del Estado y de la sociedad por bien que, en apariencia, estén!

Hace meses que el Consejo General del Poder Judicial elaboró un laudable Libro Blanco sobre la reforma de la justicia que merecería un amplio debate nacional, no sólo en las Cortes, sino en las Instituciones, en los medios y en la opinión. Pero, en tanto grana esa reforma, desde la formación de los jueces hasta el sistema de recursos, habría que pensar en un gran pacto en el que jueces, fiscales, políticos e informadores se pusiesen de acuerdo para no escandalizar a la opinión todos los días y trasladar a la ciudadanía el mensaje de que la justicia y sus órganos no es la antipolítica -la política al revés, con todos sus defectos más algunos otros y sin su legitimidad democrática-, sino el eficaz servicio de los valores sentidos por la comunidad.

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