Tribuna:

Contra el Estado anónimo

El Estado hace tiempo que tiene mala fama y no faltan motivos para ello. Como realidad cultural, sigue siendo una insustituible "obra de arte", pero sus gobernantes e incluso agentes no cesan de dar volatines intoxicados por aromas del poder. Y, como consecuencia, el Estado anda boca abajo y al revés.En efecto, los mismos gobernantes que pretenden, por ejemplo, controlar el ahorro y la inversión a través de la politización de las Cajas, del mercado energético mediante empresas supuestamente privatizadas y los medios de comunicación de las más diversas maneras, presiden un proceso en el que el ...

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El Estado hace tiempo que tiene mala fama y no faltan motivos para ello. Como realidad cultural, sigue siendo una insustituible "obra de arte", pero sus gobernantes e incluso agentes no cesan de dar volatines intoxicados por aromas del poder. Y, como consecuencia, el Estado anda boca abajo y al revés.En efecto, los mismos gobernantes que pretenden, por ejemplo, controlar el ahorro y la inversión a través de la politización de las Cajas, del mercado energético mediante empresas supuestamente privatizadas y los medios de comunicación de las más diversas maneras, presiden un proceso en el que el Estado se desprende poco a poco de sus tareas fundamentales. De aquéllas que constituyen el núcleo de la soberanía, concepto que se trata de descalificar, pero sin el cual ni se responsabiliza al poder ni se defiende la identidad del cuerpo político ni, por cierto, éste se articula con terceros.

Basta atender, por ejemplo, a una sesión de control parlamentario y trascender, si ello es posible, la chismografía y malas maneras propias del caso para comprobar que interpelaciones y respuestas versan sobre lo que no debiera atañer al poder y ni siquiera a lo público mientras que se declina, por ambos lados, toda responsabilidad sobre grandes campos de la política, simplemente, porque se encuentran transferidos a terceros. A la Unión Europea, aunque allí sean los Gobiernos estatales quienes sigan decidiendo, pero sustraídos en muchos casos, el español entre otros, a todo principio de transparencia y criterio de responsabilidad; hacia las comunidades autónomas, aunque en muchos supuestos la transferencia es puramente nominal porque la adjudicación de los recursos sigue haciéndose desde Madrid; y, en ello quiero insistir, horizontalmente, tanto hacia la sociedad civil como hacia las Administraciones independientes habidas y por haber.

Lo primero es todo menos lógico. El Estado, que mantiene gran parte de los espectáculos, y la totalidad de los partidos políticos o de los sindicatos o innumerables ONG, por no hablar de otras instituciones y actividades netamente "sociales", es el que disminuye las dotaciones del poder exterior y la defensa, privatiza en gran medida la seguridad -para contratar después sus servicios, como vemos a la puerta de cada ministerio- o las obras públicas o intenta hacerlo con servicios señeros de la Administración.

De otro lado, so capa de despolitizarlas -es decir de librarlas de la voracidad de los partidos políticos, algo ciertamente indispensable-, se sustraen al control gubernamental, parlamentario y, por lo tanto, electoral, las parcelas más sensibles, esto es más importantes de la vida pública. Que el paradigma de ello, la Adninistración monetaria independiente, esté hoy en manos excelentes no quita un ápice de gravedad a la cuestión. Porque el modelo se alejará primero a distancias supranacionales y después se difundirá hacia otras parcelas igualmente relevantes y, por ello, necesitadas de objetividad. Y de la Administración independiente se pasa, con facilidad, a la Administración autoregulada. Una tentación con la que los constituyentes tuvimos que lidiar, que siempre han sentido algunas profesiones e instituciones y que es el germen de la estamentalización: la conversión de la función en patrimonio y, por ello, del derecho en privilegio. Lo más contrario al Estado moderno.

El poder que, a base de sumergirse en la sociedad civil, se hace omnipresente, pero irresponsable, termina diluyéndose en la opacidad. Frente al clásico principio de división, la suma dispersión elimina todo control.

¿No va siendo hora de preocuparse por el cuerpo político, que es la ciudadanía y no sólo sus mediaciones; de restablecer el imperio de la ley, que no es el de los tipógrafos de los múltiples boletines y gacetas; de intensificar el control parlamentario; que no es sólo el diálogo -o la gresca- entre los partidos y con los medios? Con ello regresaría el Estado.

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