La aldea Fraga

Los 'barones' del PP gallego dominan el partido a sus anchas sin interferencias de Madrid

José Luis Baltar, presidente de la Diputación y del PP de Ourense, es un hombre poderoso, pero también campechano y simpático, que en las horas libres se divierte con sus amigos tocando el trombón en una charanga. La agrupación político-musical acostumbra a amenizar estos días el final de los mítines populares en la provincia. El pasado martes, el vicepresidente primero del Gobierno, Francisco Álvarez-Cascos, y su esposa, Gernma Ruiz Cuadrado, se regocijaron con el desenfado de la murga de Baltar, cuya pieza más famosa tiene por estribillo: ". ..Y si no eres del Pepé, jodeté, jodeté".En Galici...

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José Luis Baltar, presidente de la Diputación y del PP de Ourense, es un hombre poderoso, pero también campechano y simpático, que en las horas libres se divierte con sus amigos tocando el trombón en una charanga. La agrupación político-musical acostumbra a amenizar estos días el final de los mítines populares en la provincia. El pasado martes, el vicepresidente primero del Gobierno, Francisco Álvarez-Cascos, y su esposa, Gernma Ruiz Cuadrado, se regocijaron con el desenfado de la murga de Baltar, cuya pieza más famosa tiene por estribillo: ". ..Y si no eres del Pepé, jodeté, jodeté".En Galicia, verdaderamente, resulta un fastidio pertenecer a otro partido que no sea el PP. Es difícil encontrar precedentes de una fuerza política que haya acumulado un poder de tal magnitud en el ámbito de una comunidad autónoma: declara oficialmente 100.000 militantes, y controla la Xunta, 43 de los 75 escaños del Parlamento, las cuatro diputaciones provinciales, el 85% de los municipios, los consejos de administración de las empresas públicas y de las Cajas de Ahorro...

Con un débil tejido industrial y una sociedad civil poco organizada, casi nadie en Galicia puede vivir de espaldas a la Administración: los medios de comunicación la necesitan para que supla las carencias del mercado publicitario privado; artistas, escritores, clubes deportivos, asociaciones de. vecinos o grupos de amas de casa, para que patrocine sus actividades; las empresas, para obtener contratos y subvenciones; los desempleados, para tratar de encontrar trabajo; los habitantes de las aldeas más remotas, para que les coloque un punto de luz o les asfalte la pista... Y no hay línea divisoria entre la Administración y el Partido Popular. Ni siquiera los dirigentes del partido se esfuerzan por disimularlo. Basta llegar al antedespacho del presidente de la Xunta, Manuel Fraga, en la sede oficial del Gobierno, y encontrarse, entre revistas y libros para distraer la espera, con un gran mazo de folletos electorales del Partido Popular.Esta suerte de partido-madré, gobernado por Manuel Fraga, el Gran Timonel -así lo denominan sus correligionarios- funciona como una organización autónoma en todos los aspectos, que elabora candidaturas, diseña campañas y aprueba resoluciones políticas, encomendándose si acaso a Dios, pero nunca a Madrid. Para el PP nacional, su rama gallega es una suerte de aldea inexpugnable, la aldea de Fraga. Con todo, no se trata de un bloque monolítico: en su interior conviven familias diversas, separadas más por intereses territoriales o ambiciones encontradas que por verdaderas diferencias ideológicas.

Estas discordias se dirimen en conciliábulos inaccesibles al público. De puertas para fuera, no existe el debate. Baste decir que los congresos regionales del partido se liquidan en una mañana. Los delegados llegan en autobuses, respaldan por unanimidad las resoluciones y las listas que se les: presentan previamente, y . , como remate, los líderes más destacados van desfilando por el escenario para arengar a la militancia.¿Qué ocurrirá el día que desaparezca la gran figura aglutinadora de Fraga?. En privado, no son pocos los dirigentes populares que palidecen nada más comentarles la posibilidad. Hasta que llegó Fraga, el centro-derecha gallego era un conjunto de tribus desorganizadas, una especie de comunidad de propietarios de fincas -cada uno controlaba su parcela de votos- a los que sus luchas cainitas llevaron incluso a perder el poder durante dos años, entre 1987 y 1989. Manuel Fraga, además, ha tenido la virtud. de encarnar en su figura las dos almas del Partido Popular gallego: la vertiente urbana, burguesa, más ideologizada, de modales exquisitos y veleidades opusdeístas, y la faz rural, que practica un galleguismo folclórico y sentimentaloide, que cambia obras por votos y cuyo acto político supremo es la multitudinaria reunión gastronómica. A la primera, pertenecen los dos ministros gallegos, José Manuel Romay y Mariano Rajoy; los genuinos representantes de la segunda son el secretario general, Xosé Cuiña, y sus dos principales aliados, los señores de Lugo, Francisco Cacharro, y de Ourense, José Luis Baltar.

El centro-derecha ha ganado todas las elecciones celebradas en Galicia desde la restauración de la democracia. Pero hasta 1989 compareció siempre dividido, primero entre Unión de Centro Democrático y Alianza Popular, y más tarde entre AP y algunos grupos díscolos que se camuflaban en efímeros partidos bajo la fachada del galleguismo moderado. Cuando llegó Manuel Fraga todos se agruparon tras su bandera galleguista y conservadora.

Para mantener la paz, el patrón ideó un sistema de contrapesos entre los barones, sin que éstos hayan llegado nunca a renunciar a su poder. Por temor a que se rompa ese equilibrio, el presidente de la Xunta ha ido aplazando durante los últimos ocho años el debate sobre su sucesión. Como Fraga envejecía sin mover pieza, el pasado verano se celebró una cumbre secreta. Cuiña, Cacharro y Baltar sellaron un pacto para hacerse con el control del partido, frente a Madrid e impedir que, en el futuro, la dirección nacional, a través de Romay o Rajoy, ponga coto a su autonomía. El acuerdo se plasmó en una purga en las candidaturas electorales, a la que Fraga asistió impertérrito mientras algunos dirigentes corrían la especie de que ya no era capaz de controlar la situación.

Los adversarios del Partido Popular vaticinan que, sin Fraga, todo el montaje se hará añicos. Pero, de momento, lo único cierto es que la murga de Baltar ya afina los instrumentos para echarse a la calle el domingo por la noche y repetir el sonsonete, esta vez teñido de euforia: "... Jodeté, jodeté."

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