GATOS PARDOS

Destellos de marfil sobre paño verde

El billar, considerado como un deporte artístico lleno de racionalidad, brinda a los noctámbulos distracción y sorpresa

Hay silencio en las calles. Anochece junto a la glorieta de Atocha. La sala de un edificio cercano se encuentra vacía. Tres lámparas de pantallas cónicas enfocan su luz sobre un puñado de bolas polícromas. La reciben y devuelven un destello de marfil. Reposan quietas encima del paño verde, suavemente peludo, que forra la superficie de una mesa oscura de sólido basamento. De madera de arce o maple son los bruñidos palos, tacos, que descansan sobre un bastidor contiguo. Los utensilios de juego esperan desde su silencio la llegada de decenas de madrileños que pronto les van a dar vida, jue...

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Hay silencio en las calles. Anochece junto a la glorieta de Atocha. La sala de un edificio cercano se encuentra vacía. Tres lámparas de pantallas cónicas enfocan su luz sobre un puñado de bolas polícromas. La reciben y devuelven un destello de marfil. Reposan quietas encima del paño verde, suavemente peludo, que forra la superficie de una mesa oscura de sólido basamento. De madera de arce o maple son los bruñidos palos, tacos, que descansan sobre un bastidor contiguo. Los utensilios de juego esperan desde su silencio la llegada de decenas de madrileños que pronto les van a dar vida, juego y alegría. Son muchos los que en Madrid han decidido hoy modelar la noche de agosto en tonos verdes, marrones de arce y marfil, en locales consagrados al que algunos consideran como el deporte más racional de cuantos existen: el billar.Antonio es un hombre de edad indefinida. Delgado, de amplia frente, peina canas y muestra un rostro despierto, de ojos vivos. Tiene aspecto de ser un hombre solitario. Pero se muestra cortés y sociable. Trabaja hasta primera hora de la noche y cuando tira el bolígrafo, acude a este billar. Aquí, como quien practica un rito, toma su taco, lo examina primero y ensaya deslizar la madera sobre la banda de la mesa en la que, con precisión, se apoya. Observa alguno de los ocho trocitos de madreperla incrustados sobre los brazos de la mesa, hitos visuales de un espacio rectangular donde el juego va a desarrollarse. Una vez reconocido el escenario, pasará a ser de su propiedad, junto con bolas, tizas y lámparas, durante una hora. Y todo ello por algo menos de mil pesetas.

En este plazo el jugador se entregará a su pasión por el billar americano, una variedad que consiste en introducir certeramente el puñado de incitantes bolas, de resina de fenol muy pulida, en seis troneras que convergen en un recibidor del interior de la mesa. Para acertar, tendrá que combinar la fuerza de su brazo, la destreza de sus manos y la agudeza de su vista con numerosos otros cálculos sobre trayectorias de bolas, efectos de su impacto mutuo o bien del choque con una, dos o tres de las cuatro bandas de la gran mesa verde. El deslizamiento está asegurado por las planchas de pizarra que el tapete oculta.

Antonio juega con atención mientras emite un sonido muy peculiar al golpear sus dientes con su saliva. Ha puesto la mano sobre el tapete y su pulgar de uñas ovaladas, teñidas de nicotina, soporta el peso del taco, que primero desliza suavemente mientras imagina la que será su jugada. Tiene los párpados casi vencidos porque el humo de su cigarrillo, negro, cubre su rostro y flota bajo la pantalla de la lámpara. Varios parroquianos se han acercado silenciosamente a su mesa. Está en duelo consigo mismo. Entonces, con decisión y aplomo, arremete con el taco contra la bola numerada que rueda, se desliza y va a caer a una a tronera del fondo de la mesa, tras sufrir el impacto de una feroz bola negra, que "en América Latina llaman la minga, con perdón", bromea Alfonso, un habitual de la sala.

Ya entrado en años, con un deje entre cheli y castizo, el recién llegado se dedica a ver jugar a los otros. "Los mirones son de piedra y dan tabaco", escucha a su llegada. "Si compito con éstos me retiran la licencia", contesta en un alarde.

Es otro enamorado del billar, pero del francés, que carece de troneras y se juega con tres bolas, usualmente dos blancas y una roja. "Al billar americano juegan las señoritas y algún que otro pollo-pera o lila", dice bien alto, para que Antonio le escuche. Este continúa su juego, aparentemente impasible, pero con el oído bien atento a lo que Alfonso cuenta. "Pues sí, ya lo creo. Con esto de que las señoras juegan ya al billar, nos alegra mucho cuando se medio prosternan sobre la mesa y asoman el balconcillo (el escote). Es una alegría, ¿verdad, Antonio?".

El jugador sonríe. Y calla. Ahora se fija en el pedazo de cuero, llamado suela, que remata el taco. Le aplica un cuadradillo de tiza color añil que procura el máximo grado de fricción en el choque con la bola. El juego prosigue solitario hasta que Alfonso se aviene a jugar una partida. Hay por medio color (una apuesta). Otros colores, más profundos, danzan alrededor de las mesas de billar. La noche de Madrid es aún adolescente.

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