Tribuna:PIEDRA DE TOQUE

La hora de los charlatanes

Aquella tarde fui al Institute of Contemporary Arts media hora antes de la conferencia de Jean Baudrillard para echar un vistazo a la librería del ICA, que, aunque pequeñita, siempre me pareció modélica. Pero me llevé una mayúscula sorpresa porque, entre la vez anterior que estuve allí y ésta, el breve recinto había experimentado una revolución clasificatoria. A las anticuadas secciones de antaño -literatura, filosofía, arte, cine, crítica- habían reemplazado las posmodernas de teoría cultural, clase y género, raza y cultura y un estante titulado 'el sujeto sexual', que me dio cierta es...

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Aquella tarde fui al Institute of Contemporary Arts media hora antes de la conferencia de Jean Baudrillard para echar un vistazo a la librería del ICA, que, aunque pequeñita, siempre me pareció modélica. Pero me llevé una mayúscula sorpresa porque, entre la vez anterior que estuve allí y ésta, el breve recinto había experimentado una revolución clasificatoria. A las anticuadas secciones de antaño -literatura, filosofía, arte, cine, crítica- habían reemplazado las posmodernas de teoría cultural, clase y género, raza y cultura y un estante titulado 'el sujeto sexual', que me dio cierta esperanza, pero no tenía nada que ver con el erotismo, sino con la patrología filológica o machismo lingüístico.La poesía, la novela y el teatro habían sido erradicados: la única forma creativa presente eran algunos guiones cinematográficos. En un puesto de honor figuraba un libro de Deleuze y Guattari sobre Nomadología y otro, al parecer muy importante, de un grupo de psicoanalistas, juristas y sociólogos sobre la deconstrucción de la justicia. Ni uno solo de los títulos más a la vista (como "El replanteamiento feminista del yo", "El maricón material" -The Material Queer-, "Ideología e identidad cultural" o "El ídolo lésbico") me abrió el apetito de modo que salí de allí sin comprar nada, algo que rara vez me ocurre en una librería.

Fui a escuchar a Jean Baudrillard porque el sociólogo y filósofo francés, uno de los héroes de la posmodernidad, tiene una responsabilidad grande en lo que está ocurriendo en nuestro tiempo con la vida de la cultura (si este apelativo tiene aún razón de ser cotejando con fenómenos como el que vive la librería del ICA londinense). Y porque quería verle la cara, después de tantos años. A fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta ambos frecuentamos los cursos del tercer ciclo que dictaban en la Sorbona Lucien Goldmann y Roland Barthes y echamos una mano al FLN argelino, en las redes de apoyo que creó en París el filósofo Francis Jeanson. Todo el mundo sabía ya entonces que Jean Baudrillard haría una brillante carrera intelectual.

Era muy inteligente y de una soberbia desenvoltura expositiva. Entonces, parecía muy serio y no le hubiera ofendido que se lo describiera como un humanista moderno. Recuerdo haberlo oído, en un bistrot de Saint Michael, pulverizar con encarnizamiento y humor la tesis de Foucault sobre la inexistencia del hombre en Les mots et les choses, que acababa de aparecer. Tenía muy buen gusto literario y fue uno de los primeros en Francia, en esos años, en señalar el genio de Italo Calvino, en un espléndido ensayo sobre éste que le publicó Sartre en Les Temps Modernes. Luego, a fines de los sesenta escribió los dos libros densos, estimulantes, palabreros y sofisticados que consolidarían su prestigio, sobre El sistema de los objetos y La sociedad de consumo. A partir de entonces, y mientras su influencia se extendía por el mundo y echaba raíces firmes sobre todo en el ámbito anglosajón la prueba: el auditorio atestado del ICA y las centenares de personas que no consiguieron entrada para oírlo- su talento, en lo que parece ser la trayectoria fatídica de los mejores pensadores franceses de nuestros días, se ha ido concentrando cada vez más en una ambiciosa empresa: la demolición de lo existente y su sustitución por una verbosa irrealidad.

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Su conferencia -que comienza citando a Jurassic Park- me lo confirma con creces. Sus compatriotas que lo precedieron en esta tarea de acoso y derribo eran más tímidos que él. Según Foucault el hombre no existe, pero, al menos esa inexistencia está allí, poblando la realidad con su versátil vacío. Roland Barthes sólo confería sustancia real al estilo, inflexión que cada vida animada es capaz de imprimir en el río de palabras donde, como fuego fatuo, aparece y desaparece el ser. Para Derrida la verdadera vida es la de los textos, universo de formas autosuficientes que se remiten y modifican unas a otras, sin tocar para nada a esa remota y pálida sombra del verbo que es a prescindible experiencia humana.

Los pases mágicos de Jean Baudrillard son todavía más definitivos. La realidad real ya no existe, ha sido reemplazada por la realidad virtual, la creada por las imágenes de la publicidad y los grandes medios audiovisuales. Hay algo que conocemos con la etiqueta de 'información', pero se trata de un material que, en verdad, cumple una función esencialmente opuesta a la de informarnos sobre lo que ocurre a nuestro derredor. El suplanta y vuelve inútil el mundo real de los hechos y las acciones objetivas: son las versiones clónicas de éstos, que llegan a nosotros a través de las pantallas de la televisión, seleccionadas y adobadas por los comentarios de esos ilusionistas que son los profesionales de la media, las que en nuestra época hacen las veces de lo que antes se conocía como, realidad histórica, conocimiento objetivo del desenvolvimiento del mundo.

Las ocurrencias del mundo real ya no pueden ser objetivas; nacen socavadas en su verdad y consistencia ontológica por ese virus disolvente que es su proyección en las imágenes manipuladas y falsificadas de la realidad virtual, las únicas admisibles y comprensibles para una humanidad domesticada por la fantasía mediática dentro de la cual nacemos, vivimos y morimos (ni más ni menos que los dinosaurios de Spielberg). Además de abolir la historia, las 'noticias' televisivas aniquilan también el tiempo, pues matan toda perspectiva crítica sobre lo que ocurre: ellas son simultáneas con los sucesos sobre los que supuestamente informan, y éstos no duran más que el lapso fugaz en que son enunciados, antes de desaparecer, barridos por otros que, a su vez, aniquilarán unos nuevos, en un vertiginoso proceso de desnaturalización

de lo existente que ha desembocado, pura y simplemente, en su evaporación y reemplazo por la verdad de la ficción mediática, la sola realidad real de nuestra era, la era -dice Baudrillard- "de los simulacros".Que vivimos en una época de grandes representaciones que nos dificultan la comprensión del mundo real, me parece una verdad como un templo. Pero ¿no es acaso evidente que nadie ha contribuido tanto a enturbiar nuestro entendimiento de lo que de veras está pasando en el mundo, ni siquiera las supercherías mediáticas, como ciertas teorías intelectuales que, al igual que los sabios de una de las más hermosas fantasías borgianas, pretenden incrustar el juego especulativo y los sueños de la ficción en la vida?

En el ensayo que escribió demostrando que la guerra del Golfo no había sucedido -pues todo aquello que protagonizaron Saddam Hussein, Kuwait y las fuerzas aliadas no había pasado de ser una mojiganga televisiva-, Jean Baudrillard afirmó: "El escándalo, en nuestros días, no consiste en atentar contra los valores morales, sino contra el principio de realidad". Suscribo esta afirmación con todos sus puntos y comas. Al mismo tiempo, ella me da la impresión de una involuntaria y feroz autocrítica, de quien, desde hace ya un buen número de años, invierte su astucia dialéctica y los poderes persuasivos de su inteligencia en probamos que el desarrollo de la tecnología audiovisual y la revolución de las comunicaciones en nuestros días ha abolido la facultad humana de discernir entre la verdad y la mentira, la historia y la ficción, y hecho de nosotros, los bípedos de carne y hueso extraviados en el laberinto mediático de nuestro tiempo, meros fantasmas automáticos, piezas de mecano privados de liberdad y de conocimiento, y condenados a extinguimos sin haber siquiera vivido.

Al terminar su conferencia, no me acerqué a saludarlo ni a recordarle los tiempos idos de nuestra juventud, cuando las ideas y los libros nos exaltaban y él aún creía que existíamos.

Copyright Mario Vargas Llosa, 1997. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1997.

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