Tribuna:

Libertad digital

De las prolongadas estancias en el extranjero había asumido cierta organización premeditada en el reparto del tiempo. Se acabó la improvisación, la lista de espera en los saturados trayectos, la habitación del hotel que da a las cocinas, el apartamento desdeñado por los madrugadores.Lo de Madrid, en agosto, Baden-Baden, sin familia y con dinero, estaba superado. Se había jurado que nunca jamás -si los medios económicos no desfallecían- permanecería en la capital "de Virgen a Virgen", o sea, del 15 de julio al de agosto, cuando el calor es sofocante, los bares, restaurantes y sitios habituales...

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De las prolongadas estancias en el extranjero había asumido cierta organización premeditada en el reparto del tiempo. Se acabó la improvisación, la lista de espera en los saturados trayectos, la habitación del hotel que da a las cocinas, el apartamento desdeñado por los madrugadores.Lo de Madrid, en agosto, Baden-Baden, sin familia y con dinero, estaba superado. Se había jurado que nunca jamás -si los medios económicos no desfallecían- permanecería en la capital "de Virgen a Virgen", o sea, del 15 de julio al de agosto, cuando el calor es sofocante, los bares, restaurantes y sitios habituales están cerrados. No más ese calor pasmado, indiferente al ventilador, que no remueve otra cosa que la misma calígine pesada, plomiza.

"Lo que es, el próximo verano a mí no me pilla en Madrid", se repitió lo que restaba de 1996 y la mitad del 97, ignorante de que precisamente este año ha sido excepcional. Reservó, con calma, un apartamento en el pueblecito del Norte de donde era originario, recreándose en el lugar común: "Nuestros padres buscaban el fresco durante el estío y la tibieza en el invierno". Renegó de Marbella y de Baqueira Beret, en un mismo acto de voluntad.

¡Ah!, no era preciso quedar aislado de sus ocupaciones y preocupaciones aunque ya estuvieran en declive. Para eso estaba la telefonía digital, un invento del que se había mofado, como todo el mundo. La ciudad está llena de representantes de los muchos modelos del artilugio, y al más próximo se dirigió, descorazonado por las colas formadas, a toda hora, en las oficinas de la Telefónica, donde no se discrimina el deseo o la necesidad del usuario. "Ya no hay monopolios", sentenció, con la ingenuidad de quienes afirmaron que no hay Pirineos o que vivimos en un Estado de derecho.

El teléfono digital, el trasto portátil, individual, era la garantía de su independencia. Nada de cabos sueltos. En el pretencioso contestador del domicilio quedó un mensaje, para casos de urgencia -ilusoria eventualidad, pues su vida no reclamaba urgencia alguna, estaba bien atrapado-, que remitía al flamante número de nueve cifras.

Si en todo tiempo cada día trae su afán, pronto se reveló que el dichoso teléfono necesita una atención permanente, sin posibilidad de cálculos racionales, en cuanto a lo imperioso de la carga y lo imprevisible de la descarga.

El desaprensivo sujeto que se lo vendió había afirmado sin sonrojo: "Es lo que usted necesita. Por 25.000 pesetas, el aparato es suyo y dispone de una tarjeta con 10.000 pesetas en llamadas. Si las consume, no tiene, sino adquirir otra, por 1.000, 2.000 o la cantidad que desee. Un servicio adecuado a sus necesidades".

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Consideran superfluo advertir que cada llamada supone la indivisible fracción de un minuto, con lo que cualquier comunicación errónea o con otro contestador supone un dispendio que sólo beneficia a la Compañía. A la Telefónica, a, Airtel y a cuantas se instalen en el mercado, la picardía es general. Imposible averiguar, por otra vía que la experiencia personal, la multiplicidad de tarifas, que hacen imposible el cálculo más aproximado. La cobertura siempre es aleatoria, y la enorme variedad de aparatos en el mercado permite la descalificación del elegido, dejando a salvo el más que discutible prestigio y seriedad de los operadores.

Si reclaman, ante las variadas deficiencias del sistema, serán escuchados con la impasibilidad de quienes han recibido una sólida preparación ante cualquier tipo de expresiones iracundas, incluida la alusión personal más intolerable.

La temperatura de Madrid, durante todo julio, fue equivalente a la media primaveral de Compostela, y en aquel delicioso lugar norteño apenas hubo cuatro días soleados, gloriosos, eso sí.

Regresaba prematuramente a Madrid, con seis kilos de más. La víspera alquiló una lancha motora, indicando que le adentraran en su amado Cantábrico. Envueltos en un trapo llevaba el teléfono digital, los relucientes folletos explicativos, el alimentador de corriente y un pedrusco de buen tamaño. Le pidió al barquero que se detuviera el tiempo suficiente para machacar sobre el banco el maldecido ingenio, esparciendo los trozos entre el breve oleaje, como las cenizas de una ilusión insatisfecha. "Dé la vuelta", ordenó al marinero. "Ahora puedo decir que soy un hombre libre".

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