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La felicidad azulgrana tiene como la es cala de Richter, diferentes intensidades. Lo más inolvidable es, por supuesto, ganar la Copa de Europa; luego viene la Liga y, en un jugoso tercer puesto, la Recopa. Si, por su mala cabeza, el nervioso Real Madrid no participa en ninguna competición continental, ganar este trofeo incluye un plus de regodeo que amplifica una satisfacción en la que, hace unos meses, muy pocos creíamos. Además de por los jugadores y por la sufrida afición, me alegro por el Almirante Robert Robson. Sus educadas y firmes maneras merecen un aplauso, incluso por parte de los q...

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La felicidad azulgrana tiene como la es cala de Richter, diferentes intensidades. Lo más inolvidable es, por supuesto, ganar la Copa de Europa; luego viene la Liga y, en un jugoso tercer puesto, la Recopa. Si, por su mala cabeza, el nervioso Real Madrid no participa en ninguna competición continental, ganar este trofeo incluye un plus de regodeo que amplifica una satisfacción en la que, hace unos meses, muy pocos creíamos. Además de por los jugadores y por la sufrida afición, me alegro por el Almirante Robert Robson. Sus educadas y firmes maneras merecen un aplauso, incluso por parte de los que-¿incomprensiblemente?- continuamos sin creer en él, a pesar de haber logrado lo que muy pocos: ganar, un título importante en su primer año como entrenador y poder lucirlo en estas ceremonias que, a partir de ya, van a arrastrarle entre la multitud enfervorecida.

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Esta temporada está siendo muy extraña, a veces soporífera por el juego del equipo y otras por los gases tóxicos que emanan de las habituales trifulcas entre directivos, público en general y periodistas. Sin dejarse arrastrar por tan caprichosa lava y con una tozuda capacidad de adaptación al medio, Bobby Robson ha ido corrigiendo sus numerosos errores, ha consagrado a un futbolista como Iván De la Peña, ha contenido su ¡necesario entusiasmo nuñista dignificando su independencia de criterio y nos ha servido en bandeja un trofeo que cerrará -por lo menos durante unas semanas- la boca de los que -¿incomprensiblemente?- le considerábamos hasta hace unas semanas candidato número uno a fracasado.

Los jugadores, la afición y Robson han ganado justamente la final. Nadie puede objetarle nada a la victoria. Ni arbitrajes sospechosos a nuestro favor, ni excusas baratas, ni marrullerías violentas propias de gente sin ideas. No sé cómo lo celebrarán los futbolistas (la juerga de anoche les durará hasta que deban reincorporarse para conseguir los, dos títulos que les aguardan a la vuelta de la esquina) pero el inglés ya anunció que lo haría en silencio, lejos del mundanal jolgorio y de ese triunfalismo que tanto se contagia entre las autoridades. Hay, en este gesto, mucho orgullo y bastante nobleza cinematográfica a lo Sólo ante el peligro. Así que mientras festejamos la victoria con el estrépito que semerece, estrujando la resistencia de bocinas y cánticos, admitamos que, aunque con cierto retraso sobre el horario previsto y con un estilo de juego que agota hasta el límite nuestra capacidad de sufrimiento, Robson ha cumplido. Dijo que le pagaban para ganar y ha ganado. Thank you very much, mister.

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