Tribuna

Que viene África

Cuando Dick Tiger consiguió escalar el ranking de los pesos medios, aficionados, técnicos y comentaristas comenzaron a preguntarse por él. ¿Cuál era la ascendencia de aquel misterioso atleta negro que amenazaba a Paul Pender, el mismísimo campeón? Su figura no respondía en absoluto a los exuberantes modelos del Bronx. Bajo una enorme cabeza pelada, su musculatura, demasiado tosca para lo que se estilaba en los laboratorios del primer mundo, hacía pensar en uno de esos forzudos rurales que terminaban haciendo carrera en los circos de feria. Luego se divulgó el secreto: Tiger era sólo un ...

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Cuando Dick Tiger consiguió escalar el ranking de los pesos medios, aficionados, técnicos y comentaristas comenzaron a preguntarse por él. ¿Cuál era la ascendencia de aquel misterioso atleta negro que amenazaba a Paul Pender, el mismísimo campeón? Su figura no respondía en absoluto a los exuberantes modelos del Bronx. Bajo una enorme cabeza pelada, su musculatura, demasiado tosca para lo que se estilaba en los laboratorios del primer mundo, hacía pensar en uno de esos forzudos rurales que terminaban haciendo carrera en los circos de feria. Luego se divulgó el secreto: Tiger era sólo un seudónimo artístico; Dick era en realidad Richard lhetu, un emigrante nigeriano que, persuadido de su fortaleza natural, había decidido desafiar a las últimas leyendas de la categoría reina. Para ello tuvo que cumplir dos condiciones previas de dudoso porvenir: viajar a América y pelear como forastero. Poco después ganaba el título mundial y, a puñetazo limpio, conquistaba un lugar preferente en los anuarios deportivos.A pesar de sus grandes éxitos, Tiger no logró acreditar a la cantera africana. Muy apegada a sus propias formas, la cátedra occidental prefirió pensar que Mamo Wolde, Abebe Bikila y los otros huesudos corredores etíopes de fondo no eran más que excepciones exóticas; el índice estadístico que una vez más podía atribuirse a la generación espontánea. Luego llegó Akeem Olajuwori y se atrevió a pisar las pistas más altas y especializadas del deporte moderno; es decir, las tarimas de la NBA. Ya no había duda, África estaba llamando a la puerta.

En el fútbol europeo, tan atrabiliario en sus gustos, los grandes clubes se resistirían a reconocer la pujanza del deporte africano. Salvo algunas apariciones solitarias en distintos países, y con la excepción de Portugal, sólo los franceses parecieron aceptarla, así que no tardaron en prohijar a algunos de los mejores futbolistas nacidos al sur del sur. Después se sumaron a la moda los Países Bajos.

Hoy, Finidi, Songo'o, Yaw, Mutiu y Amunike forman parte del elenco habitual en la llamada Liga de las estrellas. Todos ellos responden a un mismo patrón irreprochable. Bien dotados técnicamente, ya han conseguido asimilar las exigencias tácticas del fútbol actual, de modo que no sólo son capaces de animar las maniobras de ataque o repliegue, sino que además consiguen hacerlo a una velocidad endiablada. Se mueven con la disciplina de los deportistas de escuela, pero de pronto intercalan una arrancada explosiva, un control delicado, un quiebro sorprendente o un salto descomunal.

La conclusión vuelve a ser evidente: quien quiera estar en el fútbol del siglo XXI tendrá que pasar por África. Urgentemente.

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