Tribuna:

La Pasión

"En el país más alegre del mundo viven los hombres más tristes de la tierra", escribía Ángel Ganivet hablando de la Semana Santa. No hay nada que exprese de forma tan patente. el unamuniano sentido trágico de los españoles como las celebraciones que comienzan este Domingo de Ramos. En los años del franquismo eran poco menos que obligatorias. Resultaba odioso tener que asistir a las procesiones, a veces vestido de nazareno y con un velón encendido; no escuchar en la radio otra cosa que réquiem y misereres y ver otra vez Ben Hur en la televisión. La gente intentaba huir de los ritos de Pa...

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"En el país más alegre del mundo viven los hombres más tristes de la tierra", escribía Ángel Ganivet hablando de la Semana Santa. No hay nada que exprese de forma tan patente. el unamuniano sentido trágico de los españoles como las celebraciones que comienzan este Domingo de Ramos. En los años del franquismo eran poco menos que obligatorias. Resultaba odioso tener que asistir a las procesiones, a veces vestido de nazareno y con un velón encendido; no escuchar en la radio otra cosa que réquiem y misereres y ver otra vez Ben Hur en la televisión. La gente intentaba huir de los ritos de Pasión y se marchaba a playas y pueblos donde no hubiera procesiones.Durante esos días estaba uno obligado si no a arrastrar cadenas o acarrear cruces, sí al menos a guardar compostura de oración y recogimiento. Un amigo mío que se declaró en rebeldía e intentó pasar la tarde del Viernes Santo con una amiga en un hotel de Madrid recibió una reprimenda del conserje, el cual, tras afearle la conducta, se negó a alquilarle la habitación.

Fuimos muchos los que, al llegar la democracia, pensamos que las procesiones semanasanteras entrarían en decadencia. Sucedió al revés. Me acuerdo de que, en el tardofranquismo, como diría Francisco Umbral, las cofradías sevillanas no encontraban costaleros para llevar los pasos. Hoy hay competencia para conseguir un puesto bajo el maderamen que sostiene a vírgenes y a cristos. Pueblos sin tradición procesional salen ahora a la calle con las imágenes. Madrid, que no tenía una Semana Santa de arraigo, compite ahora con ciudades que tienen tradición de siglos.

Yo reconozco que, en esto, he pasado en los últimos años del rechazo a la indiferencia y de la indiferencia al gusto por vivir estas manifestaciones. Sin haber llegado a hacerme capillita, como llaman en Sevilla a los más entusiastas cofrades, veo en esta gran fiesta de España un despliegue extraordinario del arte de la imaginería y, más allá de la, creencia de cada uno, un sentido de la teatralidad que tiene la virtualidad de convertir en actores a los espectadores del drama de la Pasión.

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