Tribuna:

Gurméndez

Bendito Carlos; su muerte era con lo que menos podía contar. Había escrito durante décadas una voluminosa obra motorizada por una dialéctica radical y en sus términos sólo se incluía la vida: el trabajo y el amor, la pasión y la historia, el ser y su superación. La muerte se emplazaba tan lejos de sus cálculos que, aun padeciendo algunas enfermedades graves, nuestras conversaciones siempre trataban sobre la salud del mujerío.Era Carlos Gurméndez tan mujeriego que, a despecho de toda su cultura enciclopédica, lo que mejor había aprendido sobre la ontología de la pasión provenía directamente de ...

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Bendito Carlos; su muerte era con lo que menos podía contar. Había escrito durante décadas una voluminosa obra motorizada por una dialéctica radical y en sus términos sólo se incluía la vida: el trabajo y el amor, la pasión y la historia, el ser y su superación. La muerte se emplazaba tan lejos de sus cálculos que, aun padeciendo algunas enfermedades graves, nuestras conversaciones siempre trataban sobre la salud del mujerío.Era Carlos Gurméndez tan mujeriego que, a despecho de toda su cultura enciclopédica, lo que mejor había aprendido sobre la ontología de la pasión provenía directamente de su propia cosecha amorosa. Podía argumentar sobre el donjuanismo, la seducción y las lecciones intelectuales de la carne; podía, en efecto, escribir para dar y vender sin que nunca se le agotara el género. Conocía profundamente a Hegel, a Kant, a Kierkegard, a Husserl o a Marx, pero todo eso eran zarandajas comparado con lo que había obtenido de sus sentimientos.

Ha muerto a los 80 años y hace apenas una semana todavía iba de acá para allá afanado en publicar un artículo más que aumentara su pila de afirmaciones sobre el buen sabor de la vida. No conozco que se privara de nada más allá de aquello que materialmente le negara su dolido organismo de los últimos meses. Pero ni, aun así, le prestaba importancia a los achaques. Más bien los consideraba meros embates que, como su vejez, se borrarían pronto, si es que no estaban disipándose ya. De hecho, nunca creyó haber perdido, ni con el tiempo, ni con las derrotas, ni con el dolor, lo que más le importaba para vivir y para seguir escribiendo: la atención de las mujeres. De las mujeres y de tantos hombres, vitalistas como él, necesitados todavía de una novia más como prueba soberana de no haber muerto.

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