Tribuna:

El 'paquete'

La vida moderna, aquí en Occidente, nos ha ido masificando y al mismo tiempo castrando, así en el trabajo como en el ocio; nos ha equiparado incluso en la búsqueda de la felicidad, que antiguamente era una iniciativa personal e intransferible. Con tanta comodidad, y tanta gente velando por nuestra dichosa seguridad, el afán de aventura viajera, de exploración personal, de descubrimiento, se ha quedado fiambre en nuestro interior. Con miles de agencias de viajes, que piensan y planifican milimétricamente por nosotros, ¿cómo podrían brotar en el seno de esta sociedad los Marco Polo, o los...

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La vida moderna, aquí en Occidente, nos ha ido masificando y al mismo tiempo castrando, así en el trabajo como en el ocio; nos ha equiparado incluso en la búsqueda de la felicidad, que antiguamente era una iniciativa personal e intransferible. Con tanta comodidad, y tanta gente velando por nuestra dichosa seguridad, el afán de aventura viajera, de exploración personal, de descubrimiento, se ha quedado fiambre en nuestro interior. Con miles de agencias de viajes, que piensan y planifican milimétricamente por nosotros, ¿cómo podrían brotar en el seno de esta sociedad los Marco Polo, o los Cristóbal Colón, Dr. Livingstone, Stanley y Lawrence de Arabia?El cambio ha sido tan rápido, y tan ajeno soy yo a la cultura del paquete turístico, que no acabo de adaptarme y ni siquiera de comprender plenamente el fenómeno, a pesar de que contemplo cómo crece en torno mío al menos desde hace tres lustros. La primera vez, mi pari y yo caímos por casualidad en aquel hotelito que hay en Torremolinos bajando para la Carihuela, a la izquierda según se va. Sin comerlo, ni beberlo, nos vimos rodeados de británicos por todas partes. Jóvenes monitores y monitoras totalmente entusiasmados les enseñaban a dar saltitos más o menos gimnásticos, a cogerse un pie dentro de la piscina y retorcérselo por debajo del agua y cosas así de sanas. Felices como conejos, se abrasaban al sol aquellos súbditos de su graciosa majestad, intercambiaban vales por refrescos como auténticos profesionales del paquete; anidaban, unidos como una piña, en el limbo. Mi mayor sorpresa vino el día en que aquel grupo terminaba sus vacaciones. Rugía ya el autobús a la puerta, afanábanse los mozos, cuando oí uno de sus miembros preguntar en conserjería, presa quizá de remordimientos póstumos, por dónde se iba a Torremolinos. Nada menos.

Por circunstancias de la vida tuvimos el año pasado otra experiencia similar. Nos alojábamos esta vez, rodeados de germanos por todas partes, en un hotelazo, asomado a una espléndida playa onubense. Observé que la robotización había avanzado una barbaridad, y no sólo por lo que se refiere a los clientes, sino también a los ascensores, dotados ahora con el don de la palabra. Los jóvenes y entusiastas monitores se habían multiplicado y crecido ostensiblemente, obedeciendo sin duda el mandato divino, y lo mismo sucedía con la gama de monerías colectivas. Más saltitos aeróbicos, concursos de carreras de sacos y otros por el estilo, más contorsiones subacuáticas en busca del dichoso pie o cualquier otro miembro, vaya usted a saber. Estábamos provistos los huéspedes de unas tarjetas magnéticas que abrían la cancela de acceso a la playa, pero no vi un solo germánico ni germánica que intentase siquiera adentrarse por ésta. Sencillamente, no tenían tiempo. Eso sí: a las seis de la tarde -en los días más largos del temprano estío-, felizmente extenuados, se retiraban para acicalarse. Ataviados ellos y ellas, ni que decir tiene, como si fuesen a asistir a una recepción de Estado en el Bundestag. Y, en fin, aquí donde me ven, vuelvo ahora mismito del Caribe, adonde viajé inmerso en un paquetero grupo de compatriotas. Me habían invitado, ¿eh?,que conste, y yo no soy capaz de darle calabazas al Caribe. Conservaba una difusa esperanza de que la colectivización turística fuera cosa de foráneos, pero no, no también los españoles han perdido la capacidad de divertirse por sí mismos. Allá andaban, siguiendo al joven monitor o monitora de turno con la misma docilidad que los extranjeros, ávidos de des cubrir qué nuevo truco se inventaban para curarles el spleen. Se bañaban todos juntos en playitas acotadas, den tro del complejo hostelero, donde no cubría ni a la de tres, y jamás intentaban siquiera fugarse del dorodo gusto, rodeado como estaba de playas humanas, que decía yo, repletas de niños limpiabotas para los pies descalzos, masajistas trashumantes de ambos sexos, buhoneros de casi todo, mulatas fastuosas, vida. Playas libérrimas, en las que ni siquiera estaba prohibido ahogarse.

Pues miren ustedes, yo sigo creyendo que la búsqueda del placer, la realidad, la dicha, es una empresa personal e intransferible. Asimismo, creo firmemente que requiere no sólo iniciativa, sino una cierta medida de riesgo. Y en caso contrario es... eso, el limbo.

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