Tribuna:

Facetas del liberalismo

Me contaba Miguel Artola que hubo un tiempo, allá por los años cincuenta, en que sólo había en España un liberal profeso, don Gregorio Marañón. Ciertamente, existían también otros liberales, como Ortega y sus discípulos, pero en este caso prevalecía el componente personal en la definición: eran, ante todo, orteguianos. Por los días en que Carrero Blanco mandaba al infierno a quienes consideraba responsables de una torre de Babel anticristiana, Marañón ejercía de liberal, apadrinando, por ejemplo, el libro de Artola sobre los afrancesados, un tema casi tabú para la época, pero dejaba muy claro ...

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Me contaba Miguel Artola que hubo un tiempo, allá por los años cincuenta, en que sólo había en España un liberal profeso, don Gregorio Marañón. Ciertamente, existían también otros liberales, como Ortega y sus discípulos, pero en este caso prevalecía el componente personal en la definición: eran, ante todo, orteguianos. Por los días en que Carrero Blanco mandaba al infierno a quienes consideraba responsables de una torre de Babel anticristiana, Marañón ejercía de liberal, apadrinando, por ejemplo, el libro de Artola sobre los afrancesados, un tema casi tabú para la época, pero dejaba muy claro el alcance de su liberalismo. El término "liberal" implicaba para él conducta tolerante, pero carecía de proyección política, salvo en el rechazo del comunismo. Era un regreso a la acepción inicial, que impregna la frase de Napoleón Bonaparte en 1799, cuando proclama haber dado el golpe del 18 Brumario "por defender a los hombres de ideas liberales". En ambos casos estamos ante una sospechosa adecuación del "liberal" a un marco político autoritario.Hoy los tiempos son mucho mejores para el liberalismo, convertido en el gran triunfador de la historia del siglo, una vez que se desplomaron las utopías totalitarias. Pero la ambigüedad permanece. En las últimas elecciones italianas, tanto Berlusconi como D'Alema se reclamaron de él aunque lógicamente con significados muy diversos. Y no faltan en Europa quienes, tras la etiqueta de liberal como Jorg Haider en Austria, encubren ideas heredadas del nacionalsocialismo. El discurso liberal dominante es, sin embargo, el que se deriva de la vertiente económica, con el regreso a aquella economía clásica que los estudiantes de economía de los sesenta creíamos enterrada por el efecto multiplicador que infaliblemente se asignaba a la inversión pública. Ahora, para los defensores radicales del liberalismo económico, las tornas se han invertido y lo infalible es el funcionamiento del mercado como sistema óptimo para la asignación de recursos, con estricta aplicación del principio de no injerencia del Estado en las relaciones económicas.

En otro contexto histórico, estas diferentes acepciones se encuentran ya dibujadas en los origenes de la ideología liberal. La idea de que el Estado debe tropezar con una barrera infranqueable que proteja la esfera de los derechos del ciudadano está ya en la base de las constituciones de estados norteamericanos y de la Declaración de Derechos de 1789 en la Revolución Francesa. Lo formulará inequívocamente Guillermo de Humboldt, en su ensayo titulado Sobre los límites de la acción del Estado: "Que el Estado se abstenga totalmente de velar por el bienestar positivo de los ciudadanos, y se limite estricta mente a velar por su seguridad entre ellos mismos y contra los enemigos del exterior". Es una exigencia política que encaja con la segunda variante del liberalismo, la económica, que desde la obra de Adam Smith apuesta, por la formación de un mercado libre donde la acción no reprimida de los sujetos económicos generará el bienestar colectivo. No el Estado, sino la mano invisible del mercado es el agente de riqueza.

Tenemos así configurados los supuestos que legitiman desde los orígenes al liberalismo radical de este fin de siglo. Pero el individualismo liberal ofrece también desde un primer momento otra vertiente menos idílica: su carácter de instrumento para una dominación de clase, que sustituye los fundamentos igualitarios de la revolución por un orden social dual, marcada por una profunda desigualdad donde los propietarios ejercen como "minorías rectoras" en sustitución de los privilegiados. El espléndido panfletario Sieyes forja esa transformación al pasar de la deslegitimación del antiguo régimen en nombre de la igualdad de los hombres (Ensayo sobre los privilegios) al trazado de una divisoria política infranqueable entre los propietarios (ciudadanos activos, únicos que pueden ejercer la participación política) y quienes no lo son (ciudadanos pasivos, que gozan sólo de la igualdad ante la ley civil).

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Esa conversión del liberalismo en forma de dominación burguesa no es una invención de los teóricos marxistas, ni algo irrelevante. Bajo distintas variantes, el Estado liberal del siglo XIX se asienta sobre una dualidad, y en los fusiles y en la policía que la defienden. Nada tiene de extraño que al llegar la era de la política de masas, con la democratización y el riesgo de socialismo, la ideología liberal cobre acentos defensivos, y que con frecuencia predominen los objetivos contrarrevolucionarios sobre la exaltación de la libertad. Y así tropezamos con la paradoja de que ilustres liberales como Benedetto Croce en Italia o la trinidad de fundadores de la Agrupación al Servicio de la República en España (Marañón, Ortega, Pérez de Ayala) apoyen la llegada al poder de personajes de vocación totalitaria, como Mussolini y Franco, ante esa prioridad otorgada a la defensa del orden. Sorprendente convergencia que explica asimismo el papel de receptáculo de ex nazis que desempeñan los partidos liberales en Centroeuropa después de 1945.

La evocación de este pasado resulta necesaria, dado el sentido profundamente conservador que con gran frecuencia subyace a las manifestaciones de los voceros del liberalismo económico, y la buena conciencia con que exhiben su gran éxito, el rechazo histórico del totalitarismo comunista. La apología de la libertad económica, a la que se suman antiguos defensores del autoritarismo, y que en la España actual encabezan no menos significativamente algunos de sus descendientes biológicos hoy llegados al poder, se orienta en este caso a la satanización de todo lo que pueda ser acción económica del Estado y mantenimiento de las estructuras asistenciales públicas. Incluso las autovías gratuitas construidas por el PSOE, por citar unas palabras recientes del ministro Arias-Salgado, suponen una, hipoteca para las generaciones venideras, olvidando lo que la modernización del sistema de comunicaciones supone para el desarrollo económico. Privatizaremos todo, declara el ministro Piqué, pensando en dejar como intervencionista a la Thatcher, que mantuvo un sector público con el 4% del PIB. Por sus escasas palabras, cabe colegir que la señora Aguirre ve asimismo con horror que el Estado intervenga para intervenir en protección de la cultura. La mano invisible lo arreglará todo. Menos mal que el temor a una movilización social frena de momento la puesta en práctica de esos propósitos, o por lo menos los sitúa sobre un terreno movedizo.

En cualquier caso, habría que destacar la estrechez de ese enfoque que lo espera todo de la primacía de la sociedad civil y las ventajas del mercado libre, ignorando deliberadamente que éste no es un libre juego de intereses que operan en condiciones de igualdad, sino el espacio donde se desarrollan las estructuras oligopolistas de poderes económicos ya constituidos. Y que esto plantea hoy problemas complejos, dada la mundialización de las relaciones económicas y la incidencia creciente de la deslocalización industrial. Así que de armonía tras el desmantelamiento, nada. Estas observaciones no implican en modo alguno, una defensa de las viejas nacionalizaciones, ni siquiera de la supervivencia de un sector público de la economía desmesurado e ineficaz. Sólo que el mercado libre es una exigencia técnica, no una solución.

Paralelamente, hay que subrayar que esa perspectiva limitada, antiestatalista salvo, en lo que concierne a la defensa del orden, niega el otro contenido originario del liberalismo en la Ilustración, presente en Humboldt y en Kant: una construcción utópica del mundo y del hombre sustentada en la razón autónoma y en una exigencia ética para el individuo. No se trata sólo de ser propietario o ciudadano, sino también de auch Mensch zu sein, de hacerse también hombre. Desde este ángulo, recuperado no ha mucho por John Rawls, el liberalismo invoca la justicia social y la equidad. Supone la exigencia de crear las condiciones para la plena realización del individuo, por ejemplo, en el orden cultural, en la igualdad de oportunidades. Tiene en definitiva poco que ver con quienes esgrimen la libertad para reducir el Estado a un puro aparato de coerción, al tiempo que se destruye una ciudadanía social tan trabajosamente lograda.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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