Tribuna:

El mandato de Beemoth

Beemoth es una bestia de la mitología política que más de una vez he traído a estas páginas. Representa el caos de los intereses particulares contrapuestos entre sí, al orden y la norma. No se trata de la concurrencia social sino de la subversión de la propia sociedad y, para ello, también del Estado por parte de fuerzas primarias, individuales, colectivas, corporativas o institucionales, carente, siempre, de sublimación alguna.El mandato electoral es una noción mucho más pacífica, pero, lastimosamente, no menos exótica en nuestras latitudes, aunque de uso corriente en cualquier democracia civ...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Beemoth es una bestia de la mitología política que más de una vez he traído a estas páginas. Representa el caos de los intereses particulares contrapuestos entre sí, al orden y la norma. No se trata de la concurrencia social sino de la subversión de la propia sociedad y, para ello, también del Estado por parte de fuerzas primarias, individuales, colectivas, corporativas o institucionales, carente, siempre, de sublimación alguna.El mandato electoral es una noción mucho más pacífica, pero, lastimosamente, no menos exótica en nuestras latitudes, aunque de uso corriente en cualquier democracia civilizada. Se trata del vínculo no jurídico pero sí político que une al electorado con los elegidos. El mandato que el elector les da en función de su oferta electoral -la plataforma de los anglosajones, lo que en nuestro país debiera ser el programa- los habilita, obliga y limita. Y es claro que este mandato existe no sólo en virtud de una oferta o programa concreto y explícito, sino, como ocurre en cualquier relación contractual, cuando se crea, por la vía tácita, una relación de confianza, concierto entre un sector de la opinión e incluso de lo que detrás de ella hay, y quienes solicitan su apoyo y voto. De ahí la ventaja de los programas suficientemente explicitados, sobre las ambigüedades, las imprecaciones y los guiños.

La tesis de esta líneas es que si una fuerza política llega al poder en virtud de elecciones democráticas, pero cabalgando a lomos de Beemoth, por cierto innecesariamente porque había para el caso cabalgaduras mucho más seguras, Beemoth se cree con derecho a exigir su ración de pienso; el cumplimiento de su mandato, de la relación de confianza y esperanza que estableció con su improvisado jinete. Y la consiguiente situación resulta extraordinariamente difícil y complicada porque depende de una razón mecánica, ajena a las voluntades individuales de quienes se creyeron sus protagonistas.

Por un lado, las exigencias de Beemoth no pueden en manera alguna satisfacerse. Subvertirían el orden político y aún social. Y eso lo comprenden cuantos llegan, con la buena voluntad que ha de presumirse siempre, a las responsabilidades del Gobierno. La luz de la razón de Estado es tan clarificadora, que en seguida se comprenden las exigencias de la estabilidad e incluso de la continuidad, la virtud suprema de las instituciones, los imperativos irrenunciables de la eficacia, a la hora no ya de criticar sino de actuar en pro del interés general. En dos palabras, de la prudencia política, insubstituible virtud.

Y es claro que no faltan políticos con la textura humana necesaria para manejar las corrientes de opinión y sus propios compromisos ante ella, como Wittgenstein recomendaba hacer en su famosa escalera: "Debe, pues, por así decirlo, tirar la escalera después de haber subido por ella" (Tractatus, 6.54). Eso, el romper con Beemoth y desembarazarse de él, es, sin duda, mucho mejor que seguir a sus rastras y, desde la Razón de Estado, única que importa aquí, es bueno ayudar a descabalgar al jinete y enchiquerar a su peligrosa montura. Pero también es necesario reconocer el daño, difícilmente amortizable, que se causa al sistema democrático tratando los compromisos y promesas preelectorales, expresos o tácitos, pero siempre claros, como meros instrumentos para la conquista del poder sin que las expectativas creadas merezcan aprecio alguno. Aunque incumplir el mandato sea bueno cuando el mandante es Beemoth, sus efectos son fatales para la relación de confianza que ha de inspirar los mandatos en sí y sin la cual, a la larga, el mandato político inherente a la democracia, se agosta.

Pero Beemoth no es fácil de domeñar, sobre todo si se le ha dejado crecer, y la mecánica intencional o, incluso, ciega, de las fuerzas que simboliza, no cejará en su empeño. Serán decisiones imprudentes o interpretaciones incendiarias de tales decisiones o rumores intoxicadores de la opinión o exigencias institucionales y aún personales que en otros campos se llaman chantaje o los efectos, no siempre queridos, de todo eso y mucho más. En todo caso, una grave presión sobre el Estado. El Estado al que el Gobierno legítimo tiene que conducir y defender, al que la sociedad y los políticos tienen, de una vez, que aprender a no utilizar con audacia o imprudencia.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En