Editorial:

El horror de los orfelinatos chinos

TODO EL mundo sabe que China, hoy, y cuando era un imperio aún más poderoso hace cuatro milenios, ha sido un país violento, en el que no ha primado precisamente el respeto al individuo. Las grandes ideas y los objetivos magníficos, la sacralidad del emperador en su día o de las ideas de Mao Zedong más tarde, siempre han sido causa grandiosa y más que sobrada para la liquidación física o la esclavitud de millones de seres humanos.El valor de la vida humana allí nada tiene que ver con el que se le otorga hoy en Occidente, que también ha conocido largos siglos de crueldad. La compasión o el dolor...

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TODO EL mundo sabe que China, hoy, y cuando era un imperio aún más poderoso hace cuatro milenios, ha sido un país violento, en el que no ha primado precisamente el respeto al individuo. Las grandes ideas y los objetivos magníficos, la sacralidad del emperador en su día o de las ideas de Mao Zedong más tarde, siempre han sido causa grandiosa y más que sobrada para la liquidación física o la esclavitud de millones de seres humanos.El valor de la vida humana allí nada tiene que ver con el que se le otorga hoy en Occidente, que también ha conocido largos siglos de crueldad. La compasión o el dolor ajeno sólo se movilizan cuando afectan a algún familiar, a un ser querido del entorno inmediato.

Hoy en día, la República Popular tiene más de 1.200 millones de habitantes. Sus líderes están con vencidos de que con una tasa de natalidad similar a la de otros países tercermundistas como la India se sumirían en el caos de la lucha por la supervivencia. Así jamás alcanzarán la modernidad ni ocuparán el puesto de gran potencia económica, política y militar que -están convencidos- les corresponde en el siglo XXI. Este objetivo, el de recuperar la categoría de potencia mundial y la hegemonía incontestada en Asia, es hoy, con la reunificación con Taiwan, el máximo objetivo estratégico de Pekín.

Y cada chino debe hacer su aportación, que, entre otras cosas, exige actualmente adherirse de forma incondicional a la política de contención y limitación demográfica. Esto es que cada familia se limite a tener un hijo como máximo. Pero China no es Pekín ni Shanghai, ciudades desarrolladas a las que llega la información y en las que, pese a todos los lastres tradicionales, las parejas podrían contentarse con una hija que fuera a la Universidad e hiciera algo provechoso en su vida, quizás regalarles un nieto.

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Cientos de millones de chinos viven en terrenos agrestes, en montañas secas que exigen un esfuerzo titánico para ganarles unas verduras o hierbas para el paupérrimo ganado. De ahí que los padres quieran a toda costa hijos varones con fuerzas para trabajar el campo. Muchas familias esconden durante años a sus hijas para poder engendrar después oficialmente un hijo. Pero muchos son delatados por vecinos o funcionarios y el castigo es implacable: pueden quedarse con uno de los hijos. Pocos se quedan con las niñas. Éstas no son ejecutadas como delincuentes menores o disidentes. Son ingresadas en unos barracones cuyo único fin es albergarlas hasta que mueran de forma natural, por hambre o cualquier enfermedad menor. Abandonadas y atadas a sus pequeños lechos o barrotes para que no molesten más allá de sus gritos.

Televisión Española y TV-3 nos han mostrado un gran y terrible reportaje sobre lo que sin duda, es una de las grandes monstruosidades de nuestro tiempo. Es bueno que la gente se aterrorice ante estas imágenes porque la compasión dignifica. Los niños, cubiertos de llagas, al borde de la muerte por inanición, gritando o gimiendo en la total incomprensión de su suerte, son la más terrible prueba de que este mundo aún alberga horrores que en nuestras latitudes se tienden a olvidar. Todo régimen, como el chino, que subordina, la suerte -la vida y la muerte- de sus ciudadanos a la realización de grandes planes para mayor grandeza de esa abstracción que finalmente es el propio Estado, se condena al crimen.

Todo Estado que esté dispuesto a entrar por esta senda de liquidar a sus hijos debe saber que tendrá enfrente, con firmeza, a un inmenso colectivo de seres humanos de un sinfín de Estados democráticos, que denunciarán sus crímenes y no permitirán que, una vez conocidos, queden impunes. La densidad demográfica es un problema mundial, no sólo chino, y son muchas las organizaciones internacionales que buscan soluciones y alicientes para que las parejas hagan una planificación real de la familia. Pero el crimen institucionalizado no es sistema ni programa, y el Gobierno chino debe saberlo con toda claridad.

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