Tribuna:SER JURADO ¿UN DEBER CÍVICO?

Un modelo en franca regresión

La Ley del Jurado ya constituye, tristemente, una realidad. Del nivel de su calidad técnica da buena muestra el hecho de que a los pocos días de su promulgación el Gobierno se ha visto en la necesidad de presentar un nuevo proyecto para modificar algunos de los dislates que el texto recientemente estrenado incorporaba y de los que se percataron, según dicen ahora, demasiado tarde. Este nuevo proyecto aún se halla en fase de tramitación parlamentaria. No obstante, la celebración de los primeros juicios que se sustanciarán por el nuevo procedimiento está cercana, como lo denota el hecho de haber...

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La Ley del Jurado ya constituye, tristemente, una realidad. Del nivel de su calidad técnica da buena muestra el hecho de que a los pocos días de su promulgación el Gobierno se ha visto en la necesidad de presentar un nuevo proyecto para modificar algunos de los dislates que el texto recientemente estrenado incorporaba y de los que se percataron, según dicen ahora, demasiado tarde. Este nuevo proyecto aún se halla en fase de tramitación parlamentaria. No obstante, la celebración de los primeros juicios que se sustanciarán por el nuevo procedimiento está cercana, como lo denota el hecho de haber tenido ya lugar el sorteo para elegir a los miembros que integrarán esos jurados. Reiterar que constituye una crasa equivocación y entraña un gravísimo error pensar que el jurado en general, y muy en particular el modelo propuesto, va a resolver los problemas de la justicia en nuestro país, sólo puede servir para dejar constancia del erróneo camino que se ha emprendido.Quienes desde un principio nos hemos decantado en contra de la institución lo hemos hecho sobre la base de consideraciones que siguen manteniendo toda su vigencia. Desde un punto de vista estrictamente técnico, la instauración del modelo de jurado en general, y del puro en particular, resulta incompatible con el sistema de garantías sobre el que se halla configurado nuestro ordenamiento jurídico. Adentrarse aquí en tecnicismos está fuera de lugar, pero el menos experimentado de los operadores jurídicos conoce la imposibilidad de separar, a la hora de enjuiciar un caso, lo que son hechos de lo que es derecho. Como también sabe que resulta imposible pronunciarse sobre "la culpabilidad" de una persona sin hallarse en posesión de un instrumental jurídico adecuado. De lo contrario, se corre el peligro de confundir la responsabilidad jurídico-penal con la ética y moral y de volver al Derecho penal de la Edad Media. Y ello dejando al margen la concreta problemática jurídica que van a plantear instituciones de nueva creación, como la del llamado "auto de hechos justiciables", que más bien parece extraído de un procedimiento inquisitivo puro que de un sistema moderno de Derecho procesal; o de todo el catálogo de deficiencias que, incluso muchos juradistas han detectado en la ley, y que resultan tan innumerables como increíbles. Para fundamentar su introducción, en la Exposición de Motivos de la Ley se hacen constantes remisiones a preceptos constitucionales, dándolse a entender que nos hallamos ante un imperativo constitucional. Pero lo que no se ha hecho en la Exposición de Motivos, ni en ninguna otra parte, es elevar a la categoría de imperativo democrático la necesidad de fundamentar de forma mínimamente sólida, dónde estriban las ventajas que el sistema de jurado puro pueda tener frente a otros modelos posibles. A falta de razones convincentes las declaraciones vacuas y grandilocuentes no han faltado. Se dice que el jurado constituye un instrumento de raigambre liberal que goza de rancio abolengo en nuestro sistema jurídico. Ciertamente, resulta innegable que la institución del jurado está vinculada a los regímenes liberales, tan cierto como lo es el que se trata de un modelo procesal en franca regresión en todo el mundo. Por eso, llama poderosamente la atención el que no se haya tenido en cuenta la experiencia de aquellos países en los que el modelo adoptado opera ya desde hace tiempo. Por el contrario, más peso parece haber tenido en la decisión final algunos escándalos que han sacudido, y siguen sacudiendo, el ámbito judicial, y que constituyen la base idónea sobre la que se asienta la falsa idea de que el sistema judicial en su conjunto no funciona y está necesitado de una profunda modificación. Sin duda, la administración de justicia penal tiene graves deficiencias cuya resolución mejoraría la imagen que de la misma tienen los ciudadanos. Lo que resulta erróneo pensar es que esos eventuales males pueden ser corregidos de forma satisfactoria por medio de la instauración del jurado puro. Porque el jurado puro sólo es un sistema seudoasambleario que ni es más democrático ni entraña más ni mejor justicia. Y todo ello al margen de su coste económico, del que nada se ha informado a la ciudadanía. ¿Se han considerado los beneficios que supondría destinar los cientos de millones de pesetas que va a costar implantar y mantener la institución del jurado a la mejora de la actual administración de justicia?

En uno de los países de mayor tradición juradista, corno EE UU, la institución del jurado haya entrado últimamente en crisis. Traer a colación el reciente caso de California versus Simpson resulta demasiado fácil y, además, da pie a la contraargumentación de que se trata de un caso aislado y poco significativo. Pero lo cierto es que en opinión de los expertos la institución atraviesa una crisis tan profunda que seriamente aconsejan plantearse la conveniencia de su mantenimiento. En las más recientes publicaciones de estudiosos cómo Adler, Abramson, M. Knox o H. Thornton, se pone en duda la conveniencia de mantener el sistema de jurado puro. Conclusión que alcanzan tras un minucioso y detenido examen de cómo han operado los jurados en la práctica, de las contradicciones en las que han incurrido y de los datos y circunstancias sobre los que han basado y basan el veredicto final. Estas aportaciones, como muchas otras, deberían haber sido consideradas por quienes han elaborado el modelo español. No parece que así haya sido. En consecuencia, no creemos que haya motivo para alegrarse por el ejercicio de liberalismo que algunos creen haber realizado.

Miguel Bajo Fernández es catedrático de Derecho Penal y abogado, y Carlos Suárez González es profesor titular de Derecho Penal.

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