Tribuna:

Vagabundo

No era un filósofo, pero sabía muchas cosas de la vida que sólo la vida enseña. No era un poeta, pero amaba, como éstos, las estrellas y los perros. No era un embaucador, pero nos tenía a todos metidos en un puño, pese a que él nunca hizo nada para que le quisiéramos.No era de aquí (ni de ninguna otra parte, aunque a veces hablara de Asturias como de su patria chica), pero su cielo era el de Madrid `y quería a esta ciudad tanto como a sus perros y a sus estrellas.

Vivía desde hacía años (ni siquiera él sabía ya cuántos) en la plaza de la Villa de París, al lado de las Salesas, y desde s...

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No era un filósofo, pero sabía muchas cosas de la vida que sólo la vida enseña. No era un poeta, pero amaba, como éstos, las estrellas y los perros. No era un embaucador, pero nos tenía a todos metidos en un puño, pese a que él nunca hizo nada para que le quisiéramos.No era de aquí (ni de ninguna otra parte, aunque a veces hablara de Asturias como de su patria chica), pero su cielo era el de Madrid `y quería a esta ciudad tanto como a sus perros y a sus estrellas.

Vivía desde hacía años (ni siquiera él sabía ya cuántos) en la plaza de la Villa de París, al lado de las Salesas, y desde su observatorio contemplaba con desgana las idas y venidas de sus vecinos en pos del dinero o el éxito. Él nunca ambicionó ninguno, como no fuera durmiendo.

No era feliz, pero jamás se quejó de nada, ni siquiera cuando se quemó las botas o cuando un coche estuvo a punto de matarlo mientras cruzaba completamente borracho la calle de Génova.

Cuando se quemó las botas y tuvieron que amputarle varios dedos de los pies le echó la culpa a la mala suerte y, cuando le atropelló aquel coche -estuvo un año en el hospital- se consoló en seguida pensando que, como el que conducía era el otro, fue a éste al que le hicieron la prueba de la alcoholemia.

No era sociable, pero nunca estaba solo, ni le faltó quién le invitara a cenar el día de Nochebuena. Aunque él siempre rechazara amablemente las ofertas argumentando que era una noche tan íntima que prefería cenar solo, como siempre.

No era ni malo ni bueno. Fumaba y bebía vino como otros comen o hacen deporte y le gustaba hablar con la gente. Sobre todo, de mujeres. Decía que le gustaban tanto que no podía tener un horario. Y así, con esa ilusión, iba pasando el tiempo. Murió la noche de Viernes Santo, en la plaza de la Villa de París, mientras la mayoría de sus vecinos estábamos de vacaciones y en el cielo de Madrid brillaban las estrellas.

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Se llamaba Bernardo y era mi amigo aunque no llegué a saber quién era.

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