Editorial:

Aplicar la ley

EL JUICIO celebrado ayer en San Sebastián contra una veintena de jóvenes radicales acusados de provocar incidentes violentos en la ciudad se produce cuando aún se debate entre la vida y la muerte uno de los policías autónomos atacados hace un mes en Rentería por uno de esos grupos especializados en violencia callejera. La proliferación de ataques de este tipo ha dado pie a una discusión bastante confusa en la que se están mezclando cuestiones como la libertad de expresión, la impunidad del mundo radical, la eventual ilegalización de HB y la conveniencia o no de ser más exigentes en la aplicaci...

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EL JUICIO celebrado ayer en San Sebastián contra una veintena de jóvenes radicales acusados de provocar incidentes violentos en la ciudad se produce cuando aún se debate entre la vida y la muerte uno de los policías autónomos atacados hace un mes en Rentería por uno de esos grupos especializados en violencia callejera. La proliferación de ataques de este tipo ha dado pie a una discusión bastante confusa en la que se están mezclando cuestiones como la libertad de expresión, la impunidad del mundo radical, la eventual ilegalización de HB y la conveniencia o no de ser más exigentes en la aplicación de la ley.La ley debe aplicarse en todo caso. En el País Vasco y en cualquier otro sitio, por mucho que quienes intentan quemar vivos a los policías, destruyen autobuses, incendian sedes de partidos o atacan a las autoridades aseguren hacerlo por motivos patrióticos. Hay que aplicarla por los mismos motivos por los que no hay que recurrir a la guerra sucia: porque la legalidad no puede supeditarse a consideraciones de oportunidad política. Pero además es necesario hacerlo por motivos políticos: para evitar que la gente ceda a la tentación de tomarse la justicia por su mano. Fue Arzalluz quien, tras el asesinato del sargento Goikoetxea, militante de su partido, advirtió de que ese día podría no estar lejos. Eso sí que sería entrar en la vía irlandesa, pero no hacia la paz, sino hacia una guerra civil como la que se ha cobrado 3.000 vidas en el Ulster en el último cuarto de siglo.

El terrorismo combina atentados y amenazas. Matar a uno para aterrorizar a mil. Las tramas civiles (o mixtas) actúan como vehículo imprescindible para extender ese temor que se pretende sembrar. Es la evidencia de los cientos de asesinatos firmados por la banda lo que da verosimilitud a las amenazas de los alevines que colocan carteles con listas de ejecutables o con la efigie de un diputado en el centro de una simbólica diana.

Hablar de libertad de expresión en relación a semejantes prácticas o tranquilizarse con jaculatorias corno la de que "las palabras no matan" es un sarcasmo a la luz de la experiencia reciente de Euskadi. No puede compararse una crítica o hasta un exabrupto de un político cualquiera con una advertencia a los jueces, periodistas o ertzainas realizada por quienes convocan movilizaciones en las que, tras asegurar que "la lucha armada es una obligación ética ineludible", se invita a los participantes a "hacer frente con todas las armas posibles al Estado terrorista español". Y que tras un balance que comprende tres heridos graves se felicitan en una rueda de prensa de la "contundencia" de la respuesta.

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No se trata, por tanto, únicamente de apología del terrorismo, sino de amenazas verosímiles que forman parte sustancial del plan de amedrentamiento social desplegado por los terroristas. O de llamamientos igualmente verosímiles a ejercer directamente la violencia. La estrategia de la desestabilización teorizada hace un par de años por ETA reserva un papel central a esos sabotajes y acciones de violencia personal no armada, pero potencialmente mortal y siempre destructiva: mil millones anuales de pérdidas.

No se trata, pues, de ilegalizar ninguna fuerza electoral, sino de aplicar a las personas que delinquen amparándose en cualquiera de las siglas del tinglado radical las mismas normas que a cualquier otro ciudadano. Y si a nadie sele permitiría amenazar impunemente a otras personas, o incitar a que otros maten, incendien, destruyan, con más motivo cuando hay pocas dudas de que no faltarán voluntarios dispuestos a plasmar esas amenazas o cumplir tales órdenes.

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