Tribuna:LA VUELTA DE LA ESQUINA

Los ricos también juegan

Predomina la creencia de que los juegos de loterías, quinielas, primitivas, etcétera, son el clavo de la esperanza ardiente al que se agarran los menesterosos, Es parcialmente cierto, según estudios y cavilaciones que he llevado a cabo, con filosofía y empeño. sociológicos. La fortuna, llovida del cielo, parece re curso del desheredado, el indigente, para dejar de serlo; pero se escapa un trascendente matiz, fruto de estas largas y minuciosas vigilias.El pobre juega para mejorar su estado, por poco que sea. Un par de milloncejos, ocho, diez incluso, cambian su vida: el pago de los créditos e h...

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Predomina la creencia de que los juegos de loterías, quinielas, primitivas, etcétera, son el clavo de la esperanza ardiente al que se agarran los menesterosos, Es parcialmente cierto, según estudios y cavilaciones que he llevado a cabo, con filosofía y empeño. sociológicos. La fortuna, llovida del cielo, parece re curso del desheredado, el indigente, para dejar de serlo; pero se escapa un trascendente matiz, fruto de estas largas y minuciosas vigilias.El pobre juega para mejorar su estado, por poco que sea. Un par de milloncejos, ocho, diez incluso, cambian su vida: el pago de los créditos e hipotecas que presiden el insomnio; la posibilidad de acometer una aventura artesana; el trueque del utilitario, la adquisición de la fructífera furgoneta, cualquiera de estas cosas caben en la ilusión del jugador de a pie. Es decir, socorro y subsidios que remienden un bache o tiendan una leve pasarela hacia el futuro.

¡Claro que cada quien sueña con el multimillonario bote, el singular cuponazo, la-fracción favorita del décimo! La inmensa mayoría de la gente modesta se conforma y consuela con el micro rocío de la pedrea. Incluso renueva la esperanza, el rescate de la inversión por el reintegro.

La buena fortuna es ciega y, generalmente, injusta, irracional y torpe. Puedo afirmarlo desde mis personales experimentos: jamás he conseguido premio superior al décuplo de lo gastado, y eso, un par de veces en la vida. Cuando llega el magno e ineludible sorteo de Navidad -que es el de menores posibilidades matemáticas- nos dicen que ha sido muy repartido, entre el pueblo sencillo y modesto. Suelen aparecer -a ratos tengo la impresión de que son siempre los mismos- en la prensa y la televisión, con aire mentecato, una lata de cerveza o una copa de vino en una mano y en la otra el billete que debería ser nuestro. También he experimentado la sensación de que se trata de figurantes en una película de Berlanga, o de contratados por el Gobierno, para quedarse con el gordo.

Cuando eso ocurre, todos afirmamos, con hipócrita sonrisa de conejo, que nos alegra mucho y qué bien, la distribución de la ventura entre los necesitados, como si nosotros no lo fuéramos. Pocos tendrían escrúpulos en birlarles la bolita al salir del bombo.

Un ligero vahído, un dulce pasmo nos envuelve la noche anterior al sorteo, al imaginar lo que: podíamos hacer con 450 millones acumulados. Despachamos el ético compromiso de rescatar alguna deuda que aprieta; cualquiera de esos automóviles que parece que les regalan a los ejecutivos. Nuestra generosidad previa es enormemente liberal, en los regalos y donaciones a parientes y amigos.

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Ahondando. en la tesis -que quizás coincida con la de otros autores- aparece la sorprendente figura del individuo, presuntamente acaudalado: empresario, banquero, industrial, comerciante, rentista que, a la chita callando, envida con sigilo en las fuentes del azar. Lo hace a lo grande; nada de fracciones, sino números enteros, décimos plurales, combinaciones múltiples y costosas, para amarrar el resultado.

Son los ricos, que juegan, no para ser más ricos, en lo que utilizan otros sigilosos procedimientos, sino, precisamente, para no llegar a ser pobres, circunstancia, en ese caso muchas veces unida al riesgo de dar con los huesos en la cárcel, por muy de moda que esté. Me sigue causando asombro que aquel sujeto conocido, con chófer en la puerta, yate en el pantalán, finca de perdices en La Mancha y costosa querida con pisitos en Manhattan, Montecarlo y Marbella -tres suntuosas emes-, ese individuo se quede con la totalidad de las disponibilidades del sorteo extraordinario que suele ofrecernos -nunca con éxito la señora del guardarropa. Tipo que ni siquiera es habitual de nuestro bar.

Creo haber adivinado parte del meollo de la cuestión. El rico -aquel rico y supongo que. otros- no puede permitirle el lujo de comprar abiertamente lo tería o rellenar boletos en público, menos aún en los aeropuertos. En manera alguna, hacerlo en cantidad. El rico -casi ninguno lo es tanto y tan sólidamente como aparenta- siempre corre el riesgo de perder mucho; quizás, todo. Necesita el premio máximo, porque sus problemas son enormes, y sus apremios, parientes cercanos de la ruina.

Siempre está expuesto a que le concierna lo que, con tanto humor, llaman los ministros de Hacienda "tormentas monetarias" o "tensiones de la peseta". Inexorable, ante el renovado y decepcionante día D, escruta la lista oficial, y escoge un lugar recóndito para deshacerse de aquellos comprometedores y anónimos documentos que, desde luego, no valen el papel en que vienen impresos.

O sea, repetimos: el pobre juega para serlo menos. Y el rico porque puede ocurrir que su única salvación esté, precisamente, en la bolita que se mueve entre millonarias probabilidades. Es compatible con actos de fe y penitencia. Claro que, señoras y señores, se trata de simple especulación. Una más.

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