Tribuna:

Al poder por la muerte

Mil años ha costado a los europeos encontrar la fórmula que disociara los términos de la ecuación entre el poder y la, muerte. Rodeado de un halo épico, la muerte fue en el origen mismo de la idea y de la: realidad de Europa el camino hacia el poder. Los nobles que competían por el trono sabían que el precio de la victoria era la muerte o del padre o del hermano: la guerra fue durante todo el tiempo del feudalismo una actividad estacional, como la siega o la siembra. Y la muerte del rey, que los revolucionarios fundadores de la libertad perpetraron como última de las muertes necesarias, dio pa...

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Mil años ha costado a los europeos encontrar la fórmula que disociara los términos de la ecuación entre el poder y la, muerte. Rodeado de un halo épico, la muerte fue en el origen mismo de la idea y de la: realidad de Europa el camino hacia el poder. Los nobles que competían por el trono sabían que el precio de la victoria era la muerte o del padre o del hermano: la guerra fue durante todo el tiempo del feudalismo una actividad estacional, como la siega o la siembra. Y la muerte del rey, que los revolucionarios fundadores de la libertad perpetraron como última de las muertes necesarias, dio paso sin embargo, en el corazón mismo de la Europa cristiana al reino del terror. El Estado moderno, que proclama la inauguración de un tiempo nuevo de igualdad, libertad y fraternidad, se ha construido sobre un montón de cadáveres.Fue preciso que Europa atravesara la experiencia de la muerte absoluta y apurara hasta el fondo la copa del Mal Radical, al que Jorge Semprún dedica su más hermoso Iibro, para que los principios que informaron la revolución liberal se sacudieran las adherencias de terrorismo jacobino. El triunfo de la democracia sobre el campo de concentración nazi y sobre el Gulag comunista fue el resultado más improbable en realidad, sin el aporte de sangre americana no habría sido posible de una historia milenaria en la que el trato con la muerte acabó por conducir a Europa al. borde de su propio exterminio. La democracia puede ser aburrida y corrompida pero no mata. Por eso, la última ideología totalitaria de nuestro tiempo, el nacionalismo de base étnica, que atribuye a la colectividad una sola voluntad individual de la que unos dirigentes pertrechados con las armas de la muerte se erigen en únicos intérpretes, necesita enfrentarse a un enemigo que esgrima también la muerte como vía hacia el poder o como instrumento para mantener se en él.

Apretando el gatillo contra Ordóñez o haciendo estallar el coche bomba contra Aznar, ETA no ataca a la democracia por que destruya una al ternativa de Gobierno o porque descabece al partido de la oposición; la ataca porque con esos atentados, y con los cientos de asesinatos que los han precedido, pretende despertar al nacionalismo español que imagina adormilado, como soterrado, sólo a la espera de que una gran convulsión acabe por excitarlo y sacarlo otra vez a la calle. Nada desearían más los nacionalistas vascos que una multitudinaria manifestación de nacionalistas españoles enarbolando banderas de muerte y clamando en la calle, en perfecta simetría con sus propios gritos mortíferos: -¡Guardia Civil, mátalos! Nada desearían más que un Partido Popular llevado al poder en una oleada de vengativa indignación españolista.

Buscar otra racionalidad a los crímenes de ETA no conduce más que a su justificación. Dirigentes de partidos nacionalistas y jerarquías de la Iglesia vasca,, en sus miserables cálculos políticos y como fondo de sus patéticas exhortaciones a la negociación, han atribuido la causa del resurgir de la muerte como instrumento de la política a una mítica injusticia sufrida desde tiempo inmemorial por el pueblo vasco. Esta línea de razonamiento, compartida de buena gana por los propios terroristas, exige percibir al Estado español corno un ente ajeno, sobre impuesto al pueblo vasco, como su ocupante forzado. Pero como ese argumento no pasa de ser una invención, y se, encargarán las bombas de hacerlo visible provocando una reacción a la medida del ataque. De ahí el acierto, inmediato, rotundo, de los dirigentes del Partido Popular al reaccionar como demócratas, no como nacionalistas españoles, y no responder a los atentados en el terreno al que sus asesinos quieren arrastrarlos. Aznar afirma que ya no le queda ninguna prueba que pasar y, en verdad, quien atraviesa vivo por la prueba de la muerte sin clamar venganza está preparado para gobernar en democracia: sólo le queda la prueba de las urnas.

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