Tribuna:

Un decálogo para la democracia

En 1988, con motivo de la entrega del Premio Cervantes de Literatura, el embajador de México en España, Alfredo Baranda, me ofreció una cena. Baranda tenía gran poder de convocación en Madrid, y a la cena asistieron Felipe González, presidente del Gobierno, y su ministro de Economía, Carlos Solchaga. Solchaga acababa de regresar de México y se mostró admirado de la disciplina y previsión de la Administración pública mexicana. El presidente Miguel de la Madrid había devaluado el peso a fin de evitarle esa pesada decisión a su sucesor, Carlos Salinas de Gortari. Lo mismo habían hecho Echevarría ...

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En 1988, con motivo de la entrega del Premio Cervantes de Literatura, el embajador de México en España, Alfredo Baranda, me ofreció una cena. Baranda tenía gran poder de convocación en Madrid, y a la cena asistieron Felipe González, presidente del Gobierno, y su ministro de Economía, Carlos Solchaga. Solchaga acababa de regresar de México y se mostró admirado de la disciplina y previsión de la Administración pública mexicana. El presidente Miguel de la Madrid había devaluado el peso a fin de evitarle esa pesada decisión a su sucesor, Carlos Salinas de Gortari. Lo mismo habían hecho Echevarría para ayudar a López Portillo y éste para facilitarle la vida a De la Madrid.Ahora, esta regla de oro de la política mexicana -el predecesor asume las decisiones impopulares y le allana el camino al sucesor- ha sido rota, con fatales consecuencias. Pero aun si se hubiese mantenido -es decir, si Carlos Salinas, como se lo propuso Ernesto, Zedillo, hubiese devaluado en noviembre-, dos flagrantes problemas de nuestra vida actual hubiesen permanecido en pie. El primero es la estrechez de los grupos gobernantes, cada vez más reducidos, divorciados de la opinión pública y de la materia viva de la nación. Los poderes discrecionales del Ejecutivo mexicano son enormes. Palabras usuales del derecho público anglosajón -accountability, checks and balances- tienen escasa circulación y difícil traducción entre nosotros: "rendimiento de cuentas", "límites y contrapesos".

A su vez, estas deficiencias apuntan a un defecto mayor. Aparte de los problemas económicos, pero determinando su solución adecuada, el problema de México es de orden político.

Las decisiones equivocadas o tardías que hoy todos lamentamos se hubiesen evitado si un régimen democrático obligase al Ejecutivo a dar cuenta oportuna de actos que afectan a toda la nación y estos actos se sujetasen a los límites y contrapesos del debate público, la información veraz y la vigilancia legislativa.

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Recuerdo otra noche, ésta de 1993, cuando, en casa de Jorge Castañeda, un grupo de amigos nos enteramos de las negociaciones para un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos a través de las páginas del Wall Street Journal. De no haber sido por esa ciudadela del capitalismo, habríamos quedado los mexicanos en la luna. ¿No había el candidato Salinas negado la posibilidad de semejante acuerdo? Pero a pesar de la publicidad exterior subsiguiente, el TLC nunca se debatió seria, públicamente en México. Quienes criticaron las negociaciones fueron satanizados, sobre todo si llevaban sus argumentos afuera, argumentando que, en México, los medios masivos jamás darían espacio a una oposición frontal a las decisiones discrecionales del Ejecutivo.

Partidos, sociedad civil, ONG, universidades, intelectuales, señalaron a tiempo defectos que hoy son descubiertos, con vestiduras rasgadas, por corifeos que ayer nomás alababan todas y cada una de las decisiones del presidente Salinas.

Aparte de los señalamientos críticos individuales, qué útil fue, en este sentido, la crítica oportuna de las doctrinas neoliberales expresadas en el Coloquio de Invierno de 1993. Entonces parecían herejías. Hoy simplemente nos obligan a reflexionar que ninguna teoría económica es impregnable o totalitaria, trátese del desarrollismo de ayer o del neoliberalismo de hoy.

Los problemas que hoy nos agobian repiten, en desoladora medida, situaciones que ya conocimos en 1976, 1982 y 1988. Si ya no puede haber transición sin trauma en México, ello se: debe, obviamente, a que el sistema que más o menos sirvió entre Cárdenas y López Mateos se: vino abajo en 1968 en Tlatelolco. Como a Humpty Dumpty, todos los hombres del rey son incapaces hoy de recomponer el huevo estrellado.

Se trata de dar el paso definitivo, demasiadas veces pospuesto, a la plena democracia en México. He venido abogando por una Moncloa mexicana, un acuerdo para el futuro democrático que reúna a Gobierno y, partidos a fin de definir los puntos de acción y de contrato políticos que obliguen a todos.

El decálogo para la democracia, la libertad y la justicia debería incluir, ante todo, un acuerdo para concluir la reforma electoral, transformando en ley los cabos sueltos de la reciente contienda cívica, pactando el principio de alternancia en el poder, creando el organismo electoral autónomo con personalidad y patrimonio propios y estableciendo criterios estrictos de financiamiento de los partidos y acceso a los medios. Sólo así puede llegarse a la credibilidad electoral y al fin de los conflictos poselectorales que enturbian y desaniman la vida política de México.

Contenido y alcance del federalismo, división de poderes, Estado de derecho e impartición de justicia son cuatro puntos más del decálogo deseable. Los medios de comunicación son el sexto mandamiento. No se evitarán los errores que hoy lamentamos si la televisión, en particular, ni informa, ni crítica, ni se aparta de la línea presidencial, o si los diarios no pueden recabar informaciones oportunas. Los derechos humanos son el séptimo: reconociendo que Carlos Salinas le dio un relieve y un impulso importante a la cultura de los derechos humanos mediante la CNDH y su estatuto, hace falta mucho para que esa cultura permee los actos de las autoridades u ofrezca garantías suficientes al ciudadano. De allí el octavo punto del decálogo: la reforma de los órganos de seguridad y el entendimiento de ésta como seguridad ciudadana y seguridad pública, pero también seguridad nacional: relaciones exteriores, narcotráfico, defensa de industrias estratégicas como Pemex.

El noveno mandamiento del decálogo por la libertad, la democracia y la seguridad tendría que ver con el respeto y aliento a las organizaciones de la sociedad civil, y el décimo sería, ahora sí, un modelo de desarrollo con justicia, economía de mercado con capítulo social, equilibrio entre los sectores público y privado mediante el fortalecimiento del sector social. De esta manera podría llegarse a un pacto representativo, no cupular, que, a su vez, para cerrar el círculo político, requeriría como interlocutores a sindicatos independientes, combativos, que puedan contribuir a la necesaria proporcionalidad entre el saneamiento de las finanzas, el aumento de la producción y la protección del salario.

Tiene razón Federico Reyes Heroles. Debemos hacer un balance ecuánime de los últimos años y separar las luces de las sombras. La venganza no es buena consejera política. En la novela de Dickens Historia de dos ciudades, la justiciera madame Lefarge se sienta frente a la guillotina EL tejer calceta y a contar las cabezas que caen. Más que guillotinar al pasado inmediato y sus figuras, quizá los mexicanos debamos abocamos a encontrar leyes, reglas de convivencia, libertades y acuerdos que impidan la repetición de los vicios políticos derivados de un sistema sin accountability ni checks and balances.

Desde Chiapas, los portavoces de la rebelión han pedido que no sólo se atiendan los problemas de la región, sino los del país. El acuerdo para la democracia le daría la razón, pero le quitaría un argumento, al subcomandante Marcos.

Carlos Fuentes es escritor mexicano, premio Príncipe de Asturias de las Letras 1994.

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